A esa hora de la tarde, estábamos solo los tres en el único laboratorio iluminado de la planta baja. Fuera, los pasillos del hospital formaban un laberinto silueteado con las luces verdes de las salidas de emergencia. Silencio, o casi, porque había un ruido continuo de estufas que se interrumpía a intervalos irregulares, con el arranque del motor de una nevera en el laboratorio de al lado. Nuestras tres cabezas en fila estaban agachadas y concentradas sobre las llamas azules que se reflejaban en los azulejos blancos. Las asas de siembra deformadas se iban poniendo rojas con el mechero y luego naranja y luego grises. Así sabíamos que ya se habían enfriado lo suficiente. Así, y porque las testábamos sobre una esquina de cada placa; si el blando material de agar no crepitaba, estaba bien y servían para trasvasar colonias de una placa a otra. Las pilas de placas pendientes de ella parecían crecer a medida que pasaban los minutos, las mías se tambaleaban precariamente, las torres de él se elevaban armoniosas y perfectas.

Aquella tarde solo quedábamos nosotros, los tres haciendo horas extra para el trabajo del siguiente congreso. A mí me quedaba también organizar los datos. Para acumular suficiente información acudía los sábados por la mañana al hospital. Cambiaba las condiciones de crecimiento, resembraba las colonias, refrescaba los medios. Eran bacterias raras porque tardaban horas en reproducirse, en morir. Vivían en unos bronquios patológicos y eso les hacía crecer tan despacio que casi parecían dormirse y entonces eran capaces de resistir las condiciones más extremas. Lentas, insensibles, así eran aquellos bichos. Y había que vivir según su tiempo si querías obtener datos a tiempo humano.

Mis manos obedecían mecánicamente, extraer y abrir la placa, elegir una colonia de bacterias, depositarla con total esterilidad en un medio limpio, sembrarla barriendo el asa en varias direcciones. Mi mente volaba a las estrellas mientras recreaba un ambiente hostil capaz de volver depredadores a aquellos seres. Un ambiente hostil, sin estrellas ni cielos que pareció derramarse e inundar el laboratorio y las mesas de azulejos y al que los tres nos vimos expuestos.

El trabajo de Luis iba más adelantado. Él estudiaba superbacterias, un campo novedoso que aportaría mucho dinero al laboratorio. Las muestras llegaban anónimas. Luis solo se interesaba por los pacientes cuando se repetía lo anómalo, cuando había que repetir el experimento para confirmar el hallazgo sorprendente. Esa era la forma de trabajar más habitual, la más eficaz. Él contaba además con sus años de experiencia, y con una visión de lince para obtener beneficios inmediatos, y con una capacidad para que todo le quedara siempre ordenado y pulcro. Ningún movimiento inútil, la relación esfuerzo-recompensa optimizada al máximo, eso era Luis.

Ella, olvidé su nombre, ella era la veterana de la unidad. Una unidad destinada a aquella rara enfermedad, una enfermedad que no era infecciosa pero que hacía su trabajo sucio a través de las bacterias. Una enfermedad cuya virulencia se había mitigado gracias a investigaciones como las nuestras y por eso los niños alcanzaban la edad de casarse, de tener hijos, y nosotras asistíamos fielmente a bodas y comuniones, pero más a menudo a los funerales, a veces un funeral cada seis meses, a veces uno al mes. Todo eso lo compartíamos las dos desde hacía unos meses. Pero ella menos. Además, ella se limitaba a la rutina y a la charla sin sustancia con las enfermeras que, a escondidas, cuestionaban su capacidad como investigadora. Ella debía sospechar algo. Tan tonta no era. Y el malestar lo proyectó en mí casi desde el principio. No me presentó a los demás cuando me incorporé a la unidad ni me avisaba para las reuniones. Pero a pesar de todo, yo era constante en el trabajo y me dejaba fascinar por los complejos ecosistemas que armaban aquellas bacterias misteriosas que olían a jabón o a tigre, seres que se expresaban con una diabólica y fascinante variabilidad, en su aspecto exterior, en su forma de alimentarse, en su reacción a los antibióticos.

Aquella tarde ella tenía que estar supervisando mis anotaciones pero me daba la espalda. En realidad se había sentado a la poyata únicamente cuando vio aparecer a Luis y en un momento dado, le comentó, sin venir a cuento, que yo aún no estaba preparada para estar sola en la unidad. Sonaban los cuarenta principales en una pequeña radio. Yo hice como que no oí nada y seguí trabajando. Entonces, apareció el tutor de residentes. Había bajado para hablar con Luis. Ella dejó el trajabo para ir al baño. Fue el instante que Luis aprovechó para decir unas palabras que yo escuché. Justita, va muy justita. Eso le oí decir. Seguí con mi tarea, callada y ella regresó arrastrando el cinturón de la bata. Los dos la sonrieron amables, a la vez. Ella no me miró pero yo sí a ella.

Luis quería ser jefe del laboratorio, algo que por edad, y porque había muchos aspirantes, parecía imposible. Ella, simplemente, no era la más lista y se convirtió en instrumento para aquel ser camaleónico. Yo parecía una paloma pero dentro debía acechar un escorpión. Nunca se había visto un suspenso entre los MIR. Los meses de preparación del examen, las noches de guardias, las sesiones clínicas, todo te habilitaba para que, hicieras lo que hicieras, obtuvieras al final de los cinco años un título de especialista. Pero el tutor tenía la última palabra y el tutor escuchó a Luis. ¿Me parece mal que ella suspendiera? Me parece lo justo. Yo admiraba a Luis, yo quería ser como Luis. Aunque creía que me salvarían los niños y las estrellas y la curiosidad y el trabajo. Eso quería pero no sé si fue así. De verdad que no lo sé.

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