«Sabemos lo que somos, pero aún no sabemos lo que podemos llegar a Ser». William Shakespeare
Mi trabajo consistía en recoger papas. En verano estábamos cubiertos de polvo y en invierno de barro, en otoño éramos la pintura impresionista de los artistas y en primavera la resurrección de los muertos que emergía desde el barro. El polvo volvía a tomar forma humana y nuestra figura espiritual se alojaba en una estela de sufrimiento constante.
Cuando pasaba la máquina extractora por nuestra línea, nos aplastaba con un nubarrón de tierra que solo quedaba de nosotros el atisbo de unos dientes blancos y un poco de brillo en los ojos que seguían goteando lágrimas para poder ver.
Cargábamos los canastos de papas como Cristo cargaba su tormento y las dejábamos en sacos que después se cargaban en colosos. Los hombres día tras día desplegaban un esfuerzo brutal por alcanzar la mayor cantidad de sacos por los que pagaban una miseria.
Había un hombre solitario que trabajaba siempre a un mismo ritmo y aunque se le veía viejo y decrépito, sus fuerzas eran las mismas que las de un hombre joven; parecía estar en otra dimensión o detrás de un muro que lo hacía invulnerable. Un día me acerqué para hablarle, pero estaba tan concentrado que no me atreví a decirle nada, después de un rato me dijo: «hay una manera de sobreponerse hasta de lo peor…y es ser lo que desees ser. Yo, el que tú ves acá, no soy yo, más bien soy… soy un águila”. Solté la risa, pero él se quedó callado y siguió absorto en el trabajo. Le dije: “explíqueme eso de ser otra cosa que no sea ser uno mismo, su teoría… tal vez me sobreponga al dolor que es tan común a los mortales”. Levantándose, me dijo: “si quieres sobrevivir a este trabajo, cambia tu actitud humana por una salvaje, orgánica y a la misma vez divina. Yo por ahora soy un águila, pero otras veces soy un perro, un árbol o un potro salvaje. Si quieres sobrevivir en este trabajo y no tienes nada más con qué ganarte la vida, tienes que adaptar tu corazón, entonces tu cuerpo olvidará el dolor”.
Después de ese día, por las mañanas, mi amigo «el viejo» me esperaba siempre con una papa cocida y un jarro de vino añejo. Comencé a tener una suerte de complicidad con «el viejo»: podíamos estar callados todo el día, pero entendíamos claramente lo que nos sustraía. La desesperación, la falta de sentido, el dolor, me llevaron a pensar que quizás no estaba mal la estrategia de mi compañero. Primero, intenté ser un gusano. Se me ocurrió porque era lo que tenía todo el día entre mis manos: se deslizaban lentos, no escapaban de nada, volvían a tomar su rumbo, a sumergirse en la tierra, a emerger de nuevo, si los tirabas, seguían su curso natural, si los aplastabas, morían sin defenderse como si no murieran, no manifestaban miedo, aceptaban todo, eran maravillosos. Aprecié tanto las cualidades del gusano que quise ser uno de ellos; sin embargo, la comprensión intelectual no bastaba para ser gusano, había que abrir el corazón desde adentro de uno mismo y dejar entrar lo divino que había en ellos, ser parte de ellos era deslizarse en el mundo espiritual y genuino, el reino de los gusanos no era parte del reino material de los hombres.
Con el pasar del tiempo llegue a sentir una simbiosis con la naturaleza tan dulce que inundaba mi corazón hasta el borde y me derramaba por las noches en sueños tan profundos que me era difícil despertar. En el ocaso podíamos unirnos a las tórtolas con su canto bajo y lastimero y en el alba, a los zorzales con su canto romántico y desesperado, podíamos ser la semilla buscando sumergirse en la tierra o el árbol anhelante de cielo, el fuego quemando las hogueras o el agua refrescante en las vertientes, podíamos ser cualquier cosa que tuviera vida, hasta el mismo polvo que nos cubría y el barro que nos hundía. El viejo me había enseñado a vivir en el fondo de la miseria… solo nosotros en ese eterno valle de sacrificio humano comprendíamos el secreto.
De esa manera, fui accediendo a las diferentes cualidades de los seres vivos, siempre haciendo el mismo ejercicio, abriendo mi corazón desde adentro, sacando el velo lógico y carnal… observando lo intangible, llegaba a la simbiosis dulce y creativa de ser lo que admiras.
Un amanecer de invierno cuando las escarchas supuraban hasta los huesos, mi viejo amigo no llegó al trabajo. Nadie lo extrañó. Su silencio diario lo hacía imperceptible, los hombres seguían gritando improperios como siempre, brutalizados por el rigor, por el frío y los malos tratos de los capataces, la máquina continuaba su marcha implacable, el hombre que la dirigía parecía un muñeco de trapo cuando ésta se perdía en la distancia, y yo… yo sentía en mi pecho una clavada que me hacía sospechar lo peor. Fui a hablar con el capataz, le dije: “el viejo no ha llegado, me voy a verlo”, “¡que se muera el viejo! -me gritó- ¡tú sigue trabajando!”. Tiré mi canasto y me fui. Corrí a la montaña, el viento congelaba mis pulmones, cuando entré al rancho, ahí estaba mi amigo envuelto entre sus mantas con hipotermia, apenas podía balbucear algunas palabras, era su última agonía: “sabía que vendrías…soy una hoja titilando en la corriente, todo tiene un fin, un dormir y un despertar, ya estás preparado para volar, hijo, para ser… lo que desees ser. Deja sumergirme en la tierra como uno de nuestros gusanos…” y calló. Su luz se fue apagando, no guardó resistencia, no tuvo miedo, se durmió en mis brazos.
Desde ese día no volví al trabajo de recogedor de papas… yo también me había ido con el viejo como una hoja titilando en la corriente.
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