El arte de no hacer nada

El arte de no hacer nada

Araceli Gavilan

29/05/2019

Al principio, mi equipo de trabajo era de cinco personas. Cinco personas que, en el papel, teníamos obligaciones similares, trabajábamos por honorarios más o menos parecidos (los más antiguos ganaban un poco más por su experiencia) y distribuíamos el papeleo en partes iguales. Eramos cinco los que llegábamos a las ocho y nos íbamos a las seis. Eramos cinco los que salíamos juntos a comer a las 13:00 y los que nos cubríamos las espaldas cuando habían problemas. Cinco no era solamente un número; era EL número.

Cuando el jefe nos advirtió de que si las cosas no mejoraban tendría que despedir a uno, nos pusimos a trabajar lo más duro posible. No queríamos perder a nadie. Teníamos que ser cinco. A pesar de la amistad y el compromiso mutuo, cada cuál se empeñó, silenciosamente, en destacar de los demás de la forma en que podía. 1 era el listo, y estaba asegurado. 2 era la hermosa y estaba asegurada también. 3 era el responsable, que en diez años de trabajo no había llegado ni un minuto tarde, ni un solo día. 4 era carismático, al que probablemente más extrañarían los clientes; al que más extrañaría yo, porque sí, es mi novio de la oficina. No es mi novio oficial, pero a él no parece molestarle en lo absoluto. El otro no lo sabe ni quiero que le sepa. No termino de decidir a quién quiero más y mientras no esté segura, tengo que tratar de retenerlos a ambos. 5 soy yo. La tierna, la cariñosa, la buena, la que organiza los cumpleaños, la que sabe donde están todas las cosas; en otras palabras, la inútil. Quiero que noten la ironía de esto, porque independiente de la etiqueta que tengamos cada uno, hacemos la misma cantidad de trabajo y en el mismo tiempo. Al final, esas etiquetas serán las que decidan quién se queda, pero yo, la 5, soy la excepción a esa regla; estoy asegurada. Resulta que la inútil coordina los malos pasos del jefe. Nada más que decir al respecto.

La carta de despido llegó un día viernes que se convirtió en lunes de un momento a otro. La víctima fue mi segundo novio. Ya no éramos cinco, sino cuatro. Yo ya no tenía dos, sino uno. La carga laboral era la misma, pero repartida en menos personas. Las proporciones se confundieron un poco y sin darme cuenta me encontré haciendo tres veces el trabajo de antes. Todos nos sentíamos extenuados menos 1, cosa que atribuíamos a un super poder. Al final, las reglas naturales no aplican sobre los seres de inteligencia superior. Resultó ser más inteligente de lo que pensamos el tramposo ese. Se había encargado de la logística ante las ausencia de nuestro compañero «caído» y resulta que el muy vago había reducido su trabajo a costillas nuestras. Ahora él es mi segundo novio. Bien cierto el dicho de que la inteligencia del hombre termina en las partes bajas de la mujer. Sigo sintiendo que me falta 4. Sigo pensando que deberíamos ser cinco; otro número ya no es tan perfecto, pero al menos tengo a alguien que hace mi parte del trabajo (o que se lo asigna al resto). Todo es apariencias y nadie retribuye el trabajo hecho, por lo que sé que no me descubrirán jamás. Ahora miro la pantalla fijamente y garabateo unos datos sin sentido en mi libreta y hasta últimamente finjo cansancio. He desarrollado bastante bien el arte de no hacer nada. Lo divertido es que he descubierto que somos muchos. Existe incluso un club secreto, del cuál lógicamente no puedo hablar, pero nos juntamos a celebrar nuestra astucia todos lo sábados; todos los sábados a las cinco.

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