La hermosa melodía que salía de las cuerdas de aquel antiguo violín se confundía con el ruido de los transeúntes que pasaban, con las voces altisonantes de vendedores ambulantes y con el estridente sonido del subterráneo al pasar.
El joven músico estaba allí detenido en un rincón, cómo hacía cada día durante horas, sostenía su amado violín y comenzaba a tocar, aunque nadie se lo hubiese pedido, aunque nadie se detuviese a prestarle atención.
El delgado chico de largos cabellos, tocaba apasionadamente, cómo de si un teatro se tratara, cómo si no existiera nada más que la música, lo que era fondo para todas aquellas personas que pasaban era la figura principal para él, sus oídos eran sordos al metro, a los vendedores, a la indiferencia.
Algunos pocos tiraban alguna moneda al añejo estuche del instrumento, la lanzaban sin detenerse a mirar al joven músico ni a escuchar su tonada, algunos otros lo criticaban y la mayoría sólo pasaban sin percatarse de su presencia.
Pero en los últimos días algo había cambiado, el músico que antes parecía no importarle la indiferencia de su público, comenzó a cuestionarse para quien tocaba, se enojó pensando que ofrecía gratuitamente una magistral actuación de la que no esperaba un aplauso, sino algo más valioso, unos minutos de atención, unos minutos en los que amaran la música de su violín tanto cómo él, unos minutos en los que la frenética ciudad desapareciera a sus espaldas. El joven músico no quería un teatro dónde la gente se vistiera de gala por una noche, quería que un día común tuviera algo especial.
Una mañana decidió que sería su último día en el subterráneo, que buscaría un empleo y se uniría a la fauna, tomó su instrumento y se dirigió al oscuro rincón del metro, eligió una nostálgica sinfonía de Tchaikovski, pensó que era la ideal para despedirse y comenzó a tocar, cerró sus ojos y tocó con pasión, no estaba en el metro, no oía el ruido, sólo sentía la música.
Sin embargo, durante un breve momento el joven músico abrió sus ojos y algo cambió, una joven lo miraba con ternura, con melancolía, no lo miraba a él, miraba su música, la oía, parecía tocarla, olfatearla, sentirla, todo el resto del espacio se hizo negro, únicamente el pequeño círculo en dónde se encontraban los dos jóvenes se iluminaba, la gente del metro desaparecía, el ruido de los trenes se extinguía, sólo existían ellos y la hermosa música, una lágrima caía por el rostro de la joven, conmovida.
En un instante sus ojos se cruzaron, el joven le sonrío, ella algo avergonzada por sus lágrimas también sonrió, vieron el uno en el otro el mundo entero, la vida entera, todos sus sueños, todo el amor, la pasión y la tristeza, no importaba que el mundo siguiera, que caminara sin detenerse, ellos bastaban.
Cuando terminó, el joven bajó el violín y se acercó a la chica, alegrándose de haber ido una última vez y con la certeza de que cada día en aquel metro había valido la pena, sólo por aquel instante.
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