Aunque nunca tuve apoyo familiar para que mis inquietudes artísticas dieran fruto, los profesores alimentaron mis sueños. Un maestro al que nunca olvidaré me ponía de ejemplo ante la clase y decía que podría llegar a donde quisiera. Yo me lo creí, por entonces andaba muy seguro de mis capacidades.

Aprobé mi carrera universitaria que nada tenía que ver con mis aspiraciones en la vida y estaba loco por independizarme. Y aunque aquellos no eran buenos tiempos para el empleo, -nunca lo han sido-, confiaba ciegamente en esa idea del “sueño americano”, sabía que con mis aptitudes y actitudes subiría como la espuma.

Confiaba ciegamente en mi potencial y comencé desde abajo, trabajando en un campo de manzanas; después vinieron los ajos y las aceitunas. Hasta que me harté de las actividades agrícolas y lo intenté con otra cosa; vino el trabajar en la calle como vendedor ambulante y de camarero en cualquier sitio y evento. Pero también me harté de calle y borracheras.

En mis arrebatos de dignidad, seguía empeñado en ser alguien especial y me animaba potenciando mis dotes artísticas; pero esto sólo engordaba mi espíritu libre e inquieto, ni me llenaba la barriga ni me pagaba las facturas.

En un alarde de madurez me aventuré a montar mi propio negocio. Un año pude mantener el sueño hasta que cerré antes de que me comieran las deudas.

Y circunstancias de la vida, me acordé del comodín de la universidad y me coloqué en el ayuntamiento.

Fueron años de seguridad y de bonanza económica, pero también de infelicidad. Demasiado tiempo entre papeles y burocracia; demasiado tiempo aparentando ser alguien que no era. Una parte de mí decía que me sintiera orgulloso de conseguir lo que casi todo el mundo anhelaba. Pero yo no era feliz; ni me entusiasmaba mi trabajo ni me sentía integrado entre los compañeros.

Quien me iba a decir que esta disyuntiva determinaría mi existencia.

No había contado con que en la flor de la vida irrumpiera una crisis feroz en mi país y enterrara consigo cualquier expectativa.

A veces siento que me consumo sabiéndome capaz de todo pero incapaz de salir adelante; puede que esté haciendo algo mal, pero veo una negatividad y una paralización ajenas a mi persona que me indigna enormemente.
En la madurez me veo sumergido en un cieno que lejos de ahogarme me ha vuelto exigente.

No quiero formar parte de esa clase social hipócrita y acomodada a la que nunca me acostumbré y que me echó sin contemplaciones del mercado laboral y las comodidades.

Y me pregunto ¿qué es triunfar?, porque hace falta muy «poco» para vivir.

Esto es una cuestión de escala de valores, y los míos no tienen nada que ver con el humo que nos ha vendido este agonizante y excluyente estado de bienestar.

Continúa hablando esa voz interior que se me ha convertido en sombra animándome a llegar a la cima de la montaña. Quizás es mi maestro, y a veces desde la soledad le contesto. Le digo que se olvidó decirme que el camino de la vida iba a ser escarpado, espinoso y muy, pero que muy largo.

Pero lo imagino sonreír y continúo.

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