LA PINTORA DE RECUERDOS

LA PINTORA DE RECUERDOS

Angel Manrique

19/05/2019

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Vamos, cariño, una vez más, sólo una vez más, me dice.

Pero madre, acordamos que era la última. Que no, que no voy a posar más. Todo ha cambiado y no quiero volver a hacerlo. Le miento. Me da vergüenza.

Venga, a tu mamita le hace falta mover la mano. Ya sabes lo que dijo el médico de la atrofia muscular. Necesito ésto como el comer, cariño. Venga, la última, lo prometo.

Durante todos estos años mi madre me ha dibujado. Ahora pinta recuerdos. Mis recuerdos. De esto hace mucho. Entonces, había una casa grande, con jardín, piscina, el taller de escultura de mi padre. Había un enorme rosal al lado de la piscina, que en la noches de verano era un clarín. No he vuelto a a oler a rosas como en aquellas noches. Me pasa con las rosas como con la magdalena proustiana. Todo ese rojo se me viene encima. Como una segunda piel. En uno de sus cuadros, mi madre pinta un gran rosal, un rojo sobre verde. Parece un cuadro abstracto, una gran mancha que me recuerda a Rothko, a Pollock, y luego, las últimas pinceladas, me las dedica. El abstracto se convierte en una suerte, un trasunto de Desayuno en la hierba, de Monet.

Me desnudo de cintura para arriba. Se levanta de la cama y me mira compasiva. Coge la paleta y el tarro de pinceles. Empieza a embadurnar las pastas.

En donde nos quedamos?, pregunta.

Madre, recuerda que tenía cinco años y había anochecido, y no me gustaba ir hasta el final de la tapia, allí donde empezaban las eras. La tapia era alta, de argamasa, y anidaban en algunos huecos las golondrinas. Padre decía que no fuera corriendo, que tenía que echarle huevos, que se empieza por no tener miedo a la noche y sus fantasmas y luego ya no se teme a nada. Padre no le tenía miedo a nada ni a nadie. Trabajaba de encargo. Nunca quiso una exposición. Odiaba a los marchantes. Recuerdo que lo que más hacía eran bustos romanos, bajorrelieves, mosaicos. Tenía clientes fijos, algunos con la casa infestada del grecolatino falso, de la pátina de siglos que les ponía. Mezclaba alcohol, aguarrás, tierra negra, parecía un alquimista. Con una brocha pintaba el mármol, lo oscurecía, lo hacía vetusto de siglos y prestigio. Recuerda que me despertaba en la noche y escuchaba el sonido renqueante del compresor, que me llegaba apagado con la música de Bach o Bethoven. Iba a vuestra habitación y encontraba la cama vacía. Ya sé que me lo has contado, que muchas noches se quedaba hasta el amanecer y cogía el primer tren a Madrid, con una cabeza romana para algún cliente al que decía haberla encontrado en una excavación. Sin limpiar, por favor, me la traes así, sin limpiar, le decían. Y tú lo acompañabas preparando café, cantando algún aria de la Callas, imitando su voz, que sonaba lejana en un transistor pequeño, de color rojo, como si cantase desde el jardín en lluvia, no sé, siempre cantaba arias tristes y no obstante…

Pobre, la Callas, cómo terminó. ¿Sabías que de joven tenía tobillos de elefante? Tuvimos la gran suerte de verla en el Real, cuando vino a Madrid. Ay, este reuma, pero sigue, cariño, sigue, las noches de verano, me decías.

A padre no le gustaba tu manía de pintarme como un angelito. Acuérdate, luego, las peleas, los portazos, hasta aquella noche que bebió más de la cuenta y vino la policía con la noticia. No, nunca se supera un suicidio, ¿verdad? Ya el negocio de la escultura iba mal, cada vez peor, tú estirabas hasta fin de mes, conseguías vender algún cuadro, paisajes, marinas, aunque nunca quisiste vender uno de mis posados. Me dejabas acompañarte hasta el pueblo en aquel seiscientos de segunda mano, porque te habías sacado el carnet para vender tus cuadros. Y transportar sus bustos. No había muchas mujeres con carnet a principios de los años setenta. Hasta te atrevías a meterte en Madrid, con tu cargamento de césares falsos, y le acompañabas en el trato, aunque nunca te presentaba como su mujer, sino como pintora y arqueóloga, no sé, cuánta verdad hay en lo que viviste al lado de ese hombre que no aguantó su fracaso como artista ni como marido.

No me mires así, madre, tú siempre le aguantabas demasiado. Yo creo que el miedo se me metió en los huesos desde aquellas noches, y tal vez no me haya ido por eso. Luego la escuela que abrió para enseñar a los chicos del pueblo. Acuérdate que a veces salíamos como un ejército infantil, muchas tardes, para pintar la plaza mayor, la iglesia, y volvíamos cantando. Acuérdate que te prohibió pintarme por si algún chico nos descubría. Pero tú encontrabas siempre el momento y el lugar. En el fondo de mi ser no hay nada que nos una más que estos posados.

Me gusta mucho éste de las eras, con el cielo bajo, y la casa, al fondo, y una cabeza que asoma por la tapia, como la cabeza del perro en el cuadro famoso de Goya. No, no te preocupes, el Gran Rosal se queda. Todavía podemos aguantar y yo ya tengo mis clientes. Los de toda la vida. Y la venta de la casa ha sido, al fin y al cabo, nuestra pequeña pensión. No necesitamos a nadie.

Pero tienes que descansar, madre, y ya hace frío. ¿Por qué no lo dejamos? Mañana me acerco temprano a la ciudad con los últimos. Me llevaré también el posado que te gusta. Ese en que parezco un San Sebastián. Vamos, no llores, he retocado el rostro, queda mejor así, con una pátina de mentira, para que todo siga igual, para que no dejes nunca, madre, de pintarme recuerdos.

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