La chica cogió la bandeja intentando sostenerla solo con los dedos de una mano, como le habían enseñado que debía hacerse en los restaurantes de lujo; pero no lo consiguió. Era una muchacha demasiado pequeña, de apariencia frágil, sobre todo para la fuerza que requería alzar una bandeja llena de copas cargadas de vino. Lo volvió a intentar, pero esta vez se la colocó encima del antebrazo derecho y, por fin, pudo andar con ella con más seguridad. Sonrió levemente ante el pequeño triunfo, pero la alegría le duró poco. Adrián la estaba observando desde el principio, y se aprovechó de que era la nueva para indicarle que llevaba pocas copas, que en esa bandeja todavía cabían más. Ella, con una mezcla de orgullo y de rabia, se colocó algunas copas más en la bandeja. Estaba sudando muchísimo debido al peso y empezó a tener miedo de que se le cayera todo al suelo. El brazo comenzó a temblarle, pero aun así, intentó disimular que mantenía la compostura. Esta vez, quien esbozó una sonrisa, fue Adrián.

Adrián era todo lo contrario a ella. Un hombre fuerte, capaz de cargar un gran peso con sus enormes brazos. Apenas debía realizar esfuerzo físico para llevar a cabo el montaje de las mesas, las sillas y los enormes jarrones de vidrio del inmenso hotel, así que mucho menos debía hacerlo para cargar con una simple bandeja.

El banquete de boda estaba a punto de comenzar. Los camareros esperaban, expectantes a la par que excitados, a que llegaran los comensales. La rutina siempre era la misma: al principio había un cocktail en el que se servían los vinos y las bebidas, después llegaba un aperitivo en el que los camareros sacaban pequeños platos de comida que servían para abrir el apetito de los comensales y, por último, los maîtres indicaban a los camareros que debían llevar a los comensales al salón donde se celebraría el banquete principal. Uno de los puntos cruciales del cocktail era el momento en el que uno de los camareros se acercaba a los novios para entregarles las copas del brindis. Andrew, uno de los maîtres que tenía un marcado acento inglés, siempre decía que el brindis se hacía como confirmación de la celebración de que esas personas iban a estar unidas para siempre.

La velada transcurrió con normalidad en el jardín donde se celebraba el cocktail, excepto por una cosa. Adrián no dejaba de acosar a la chica nueva. Si llevaba la bandeja poco cargada, le preguntaba que por qué no llevaba más copas; si la llevaba demasiado llena, le decía que no iba a poder con ella, que era demasiado débil. Además, intentaba desequilibrarla cuando pasaba por su lado. Incluso, en un momento dado, le puso la zancadilla asegurándose de que ningún otro compañero o superior le veía. La chica saltó por encima del pie de Adrián, pero no pudo controlar el equilibrio y echó, sin querer, todo el contenido de la bandeja al suelo. Las copas estaban hechas añicos esparcidas por el pulido suelo del hotel, y la muchacha, cargada de impotencia, se echó a llorar. Uno de los maîtres, Andrew, se le acercó:

—Oye, no llores, por favor —debido al acento, marcaba muchísimo las erres—. A todos se nos ha caído alguna vez, si se cae es porque se está trabajando. Lo malo sería que no se cayera nunca porque entonces significaría que no se trabaja bien. Parece paradójico, pero así es. Somos seres humanos, todos cometemos errores. Como decís aquí: son gajes del oficio.

La chica se sintió más aliviada después de oír las palabras del maître, pero prefirió ocultar lo de la zancadilla por temor a las represalias. Sin embargo, Adrián, que las había escuchado, sintió una creciente ira dentro de sí. Al cabo de un rato, unas roombas de última generación aparecieron arrastrándose dispuestas a recoger los cristales, a Adrián le dieron ganas de estamparlas contra la pared.

Por fin, llegó la hora del brindis. Adrián estaba atento para cuando el maître le llamara para llevar a los novios las copas para brindar. Al fin y al cabo, era el mejor camarero de allí, y siempre le encargaban a él aquella tarea de gran importancia. Andrew llamó a Adrián, a lo que el hombre acudió raudo hacia donde él estaba. Las cosas transcurrirían del siguiente modo: Andrew le daría las dos copas del mejor champagne que tenía el hotel y, tras llevarlas a los novios con una gran sonrisa, estos brindarían y finalizaría el acto del cocktail. Pero no fue así. En vez de eso, Andrew le entregó una especie de mecanismo que portaba un botón en el centro y le dijo que, por favor, lo apretara. Adrián, algo confuso, hizo caso al maître sin saber qué iba a ocurrir a continuación. Tras apretar el botón, de una de las puertas del pasillo que daba al jardín, salió un robot que portaba una bandeja con las copas de champagne de los novios. El robot era pequeño, pero parecía resistente, además andaba graciosamente. Al verlo, los novios aplaudieron, y rieron cuando, con su brazo extensible, les ofreció las copas para brindar; les recordaba muchísimo a ese pequeñín de La guerra de las galaxias. Andrew miró a Adrián, que estaba estupefacto, y puso media sonrisa:

—Al final, los seres humanos nos equivocamos demasiado, por no decir que estamos llenos de mezquindad. Es mejor no arriesgar. Hoy ya hemos visto demasiados errores, ¿verdad? Dentro de unos años, no volveremos a ver ningún otro. Ni siquiera yo estaré aquí cuando nos sustituyan por los autómatas. Y, entonces, podrás estar tranquilo, Adrián… —le puso la mano en el hombro como consolándolo—. Ya no habrán más gajes del oficio.

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