En realidad, me parezco a un péndulo de Foucault. Los dos nos deslizamos describiendo curvas idénticas; él de un extremo a otro de un círculo imaginario y yo, de casa al trabajo y del trabajo a casa. Sólo que yo soy algo más rápida: tardo, de lunes a viernes, exactamente un día en completar mi ciclo. El colgante metálico necesita algo más. Pero eso sólo lo sé porque el Gran Profesor me lo explicó la primera vez que estuve en su despacho. Que si conocía aquel instrumento, inquirió. Por Copérnico, qué iba yo a saber si no era más que una pobre iletrada de letras. El catedrático me preguntó, además, que si en ese cursito de traducción nos explicaban quién era Miguel de Cervantes y Saavedra, que el quería escribir como él, esas frases tan barrocas y tan pegadizas. En un lugar de la Mancha, o desde su cama, antes de cerrar los ojos, lee, ocasionalmente, las novelitas ejemplares, pero la mayoría de las veces El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Su objetivo es escribir un volumen exuberante, imperecedero como la vida de los grandes hombres. Qué locura, que le dijeran a él si no se pueden sacar de molinos, gigantes; si su carrera no había sido comparable con tamaña odisea. Veo que también le gusta Homero, apunté. Pero no me entendió o no me oyó bien, qué sé yo. Me dijo que los verdaderos científicos, como él, también sabían quién era Cheskpir. Lo dijo así, no como Unamuno, y yo, como estoy siempre atolondrada, tardé un rato en entender que se refería a Shakespeare. Daba igual, lo único que quería era salir pronto de ahí: mi jornada había terminado hacía más de veinte minutos. Entonces es cuando me contó lo del péndulo. Al parecer divides veinticuatro entre el seno de un ángulo que es la resta de la vertical y el paralelo donde has colocado el juguete y, infalible, inequívocamente, obtienes el tiempo que necesitará la bolita en completar su ciclo. En nuestra honorable, científica facultad, tarda 27 horas 10 minutos 48 segundos y unos cuantos centisegundos. Yo bromeé y le dije que lo creía, que no necesitaba estar allí hasta que el colgante diese la vuelta entera. Mas nosotros dos debemos estar llamados al entendimiento: él siguió con sus ecuaciones y yo lo que quería era coger el funicular, igual que hoy. Porque desde la universidad hasta el pueblo interrumpen la circulación de las cuatro a las siete y, ¿dónde voy a esperar si ya han cerrado la biblioteca de filosofía y letras y a mí, a final de mes, no me alcanza ni para un café solo? No le dije nada, claro. Tampoco lo he hecho esta tarde. Una conferencia con La Valleta, me susurró cuando entré a dejar el manuscrito, y yo hice ademán de irme, pero no me dejó. Que tomase asiento, que en seguida estaba conmigo. Así hemos estado cuarenta minutos y yo, sin libro. Me he dedicado a escucharlo y he notado que al Gran Profesor le gustan los adjetivos: azul, azulón, raudo, veloz, brillante, sobresaliente. Siempre los pronuncia de dos en dos y yo tengo que pensar en Huidobro, porque el adjetivo cuando no da vida, mata y, por la mañana, venía yo pensando que si tuviese un paracaídas podría tirarme desde la aldeíta en la que vivo en lo alto de la sierra y llegaría antes al trabajo. Aunque a esas horas no he caído en que eso no solucionaría lo de la vuelta, porque con un paracaídas difícilmente puede uno despegar, y cuando lo he pensado, me he echado a reír y el Gran Profesor me ha mirado como diciendo pobre oligofrénica. Pobre, menesterosa oligofrénica, ha pensado seguramente, y ya no he podido parar de reírme hasta que me ha dicho que ya estaba bien, que dejase esos papeles vitales, importantísimos que le traigo y me fuese. Así que los he dejado encima de la mesa, aliviada, porque, si corría, cogía el funicular de vuelta. Él también debería de sentirse satisfecho, que lo único que quiere es que la Universidad imprima cuanto antes una tirada de ciento cincuenta ejemplares para repartir en un acto de homenaje al Gran Profesor. Se jubila y, para celebrarlo, ha dejado escritas sus peripecias hasta llegar a tan destacada y honorable cátedra, para que otros menos experimentados, menos duchos puedan admirar su hazaña. Así que le he dejado el fajo encima de la mesa. Yo lo corregí como pude, quería decirle, que esto de las biografías no es lo mío, que me especialicé en traducción de textos científicos. Mira que soy idiota, ya me lo decía mi madre: si tienes una pasión, Carlita, o te entregas o estudias empresariales, que dedicarse a medias es de pusilánimes. Pero, el último año de carrera, me entró la vena pragmática y acabé especializándome en traducción científica, ¡cómo si no hubiese mucha diferencia entre copiar fórmulas y contar sílabas!, y así he acabado, con un sueldito en la facultad de exactas por traducir artículos y algún otro encargo, como este de las memorias. Que corregir autobiografías no es lo mío, quería decirle; eso y que tampoco me interesan, que a mí lo que me gusta es leer poesía. Bueno, eso tampoco se lo iba a decir, que se va a jubilar con canapés de la mejor pastelería de la ciudad y de eso depende mi invitación. La verdad, podría haberle dejado los cuatrocientos folios y haberme ido tan contenta. Sin embargo, en el último momento he tenido que volver a pensar en Altazor y, aprovechando que siempre llevo una libreta en el bolso, le he dejado una nota: si, ahora que ya ha escrito su gran obra, se cansa de leer el Quijote, le de una oportunidad al chileno. Después me he ido. Tampoco era cuestión de perder el teleférico por quedarme pegando la hebra con un señor que lleva toda la vida estudiando las fuerzas que me impiden andar con la cabeza en las nubes.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS