Siempre hay esperanza

Siempre hay esperanza

Amelia Villabruna

14/05/2019

Procuro no pensar mucho en mi trabajo, me limito a hacerlo. Cada mañana cuando suena el despertador siento unas terribles ganas de estrellarlo contra la pared y seguir durmiendo, soñando con una vida mejor. Sin embargo me levanto como si tuviera un resorte, me tomo un café cargado y me pego una ducha rápida. A la media hora ya estoy en la calle. Ni siquiera me he despedido de mi mujer, no le he dado un beso a mis hijos… Son las cinco de la mañana y aún dormían cuando me levanté.

Mis hijos, ¿qué pensarán mis hijos de mi?. Estoy seguro de que en el colegio se avergüenzan de su padre y que mientras otros compañeros presumen de las profesiones de sus padres, los míos callan y miran para otro lado. Mi mujer también se avergüenza de mí y la pobre… ¡tiene que hacer tantos cálculos para llegar a fin de mes!.

Hace unos años yo, abogado de profesión y de vocación, era gerente de una empresa de transportes. Tenía un buen sueldo, un excelente coche y un futuro prometedor. Mis hijos iban al mejor colegio del barrio y mi mujer mantenía un estatus social que la encantaba: peluquería todas las semanas, gimnasio, salidas sociales con amigas.

Después todo cambió. Llegó la crisis y empezaron los despidos. Nunca pensé que me tocaría a mí, era imposible. Empecé a ver desfilar a compañeros cercanos con cara de circunstancias cuando salían de hablar con el jefe y sujetaban temblando un papel en sus manos, el despido. Yo se lo contaba a Rosa y la tranquilizaba asegurándola que eso nunca podría pasarme a mí, era el gerente, un puesto de responsabilidad. Todavía recuerdo el día que le dio un infarto a Antonio en la propia oficina después de que le comunicaran su despido. Todos fuimos a su entierro y le dimos las condolencias a su viuda, todos menos el jefe.

La crisis continuaba, se cerraban oficinas y se despedían plantillas enteras, pero yo resistía en mi puesto. Hasta que una mañana el jefe me llamó a su despacho para contarme algo muy importante. Los altos cargos de la empresa habían decidido cerrar también nuestra oficina. A él le cambiaban a otra, pero a mí me echaban a la calle. Al principio creí que era una broma, no podía creerlo. Después el corazón empezó a latirme a mil por hora y me acordé de mi querido Antonio. Cogí el papel correspondiente, la foto de mi familia que siempre había estado sobre mi mesa y me marché.

Di mil vueltas con el coche, luego lo aparqué y seguí andando sin rumbo con las sienes golpeándome fuertemente en la cabeza. Sin ser consciente de lo que hacía me senté en un banco y allí, solo y oculto a todas las miradas, me puse a llorar como un niño. El futuro era negro; tenía 54 años, una mujer y dos hijos que tenían que ir al colegio, dos hipotecas, la de la casa y la del coche. ¿Qué solución podría haber ante tal drama?

Como pude me recompuse, porque en el fondo tenía a Antonio en mi pensamiento. Para él ya no había solución. La muerte corta las alas a cualquier posibilidad de solución.

Llegué a casa y Rosa me dio un ejemplo de fortaleza y de amor. Propuso cambiarnos de barrio, a una casa más modesta porque en el fondo aborrecía a toda esa gente pija que vivía allí. Propuso cambiar a los niños de colegio a uno público y que estuviera cerca de nuestro nuevo barrio; al final también los niños lo agradecerían porque se les exigía mucho en ese colegio bilingüe y lleno de niños consentidos y caprichosos. Y además buscaríamos un nuevo trabajo para mí, el que fuera. Tenía que haber un trabajo para mí, porque yo tenía una carrera y una experiencia que no se podía desaprovechar. Su abrazo me consoló y me dio una fuerza inconmensurable.

Pero pasaron los días, los meses y ese trabajo no llegaba. Nos mudamos a un barrio más modesto, a una casa más pequeña y cuando ya estaba al borde de la desesperación apareció ese trabajo, ideal para un abogado con treinta años de experiencia como gestor de una de las más importantes empresas de transporte de España.

Ahora recorro los barrios recogiendo la basura. Al fin y al cabo mi trabajo tiene que ver con el transporte, el de los residuos. Por lo menos tengo todos los fines de semana libres para jugar con mis hijos, para hablar con mi mujer. Tenemos lo necesario para vivir, nada de caprichos, pero todo el amor del mundo. Eso es lo único que puedo ofrecerles a mi mujer y a mis hijos. Todo el amor del mundo.

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