La alarma del despertador empezó a sonar, eran las siete y media de la mañana, abrí los ojos lentamente, tenía la boca seca, estiré el brazo y lo dirigí hacía mi mesilla, estaba seguro que debía de ser el único niño de 13 años que aún seguía utilizando un reloj como despertador y no la alarma de móvil . Yo como aún no tenía lo último debía de seguir utilizando el viejo y anticuado reloj.
No con poco esfuerzo pude levantarme para ir a la cocina, mis padres ya se habían ido a trabajar, mi madre me había dejado una nota pegada con un imán sobre la nevera donde me decía que comprara lejía al salir de clase. Las notas escritas a mano eran una forma de comunicación que el móvil había eliminado de los hogares sustituyéndolas con “whatsapps” o audios.
Desayuné, me duché, metí los libros en la mochila y salí de casa, como cada mañana me paré en frente de la panadería de Carlos, ahí era el punto de encuentro con Hugo, vecino del barrio de un año menos que yo y que iba a mi instituto, como siempre llegaba tarde. Como no tenía móvil solía pasar ese tiempo de espera creando historias en mi mente, normalmente solían ser policíacas, teniendo como protagonistas a un policía joven que quiere deslumbrar frente a sus superiores, a un inspector mayor que se enfrente al último caso de su carrera, o incluso a veces el protagonista era el propio criminal. Aunque últimamente solía inventarme historias de ciencia ficción, donde un híbrido entre hombre y robot luchaba frente a una invasión extraterrestre, o bien el gobierno chino planeaba una estrategia para eliminar el resto de razas e implantar la raza asiática como única raza en el mundo.
Sentado delante de la panadería vi como giraba la esquina Hugo con la cabeza agachada, sus diminutos ojos estaban absorbidos por la pantalla de su móvil por lo que no podía ver el patinete eléctrico que estaba aparcado a unos pocos metros de él, pensé un segundo en avisarle, pero simplemente lo dejé pasar,… se fue al suelo.
-Hugo: ¡Hostia¡ ¿Pero quién es el imbécil que ha dejado esa mierda ahí puesta?-Dirigió la mirada hacía mí- ¡Y tú cabrón no te rías, me podía haber avisado joder¡
La verdad es que había sido un accidente gracioso.
Una vez juntos empezamos a caminar hacía el instituto, le hablaba a Hugo mientras este seguía sumergido en la pantalla del móvil. Creo que la mayoría de las veces ni me prestaba atención , de vez en cuando expresaba un “ya tío” o un “sí sí”, ese día decidí salir de dudas y saber si realmente me prestaba o no atención, así que decidí hacerle una pregunta directamente:
– El otro día me encontré un billete de 10 euros, por la calle ¿vaya putada no tío?
-Hugo: ya te digo tío
Mi presunción era correcta, el chaval no me escuchaba.
Entramos al instituto, él se fue al pasillo de primero mientras yo me dirigía al pasillo de segundo, eran las ocho y media y la primera clase era Historia, en clase reinaba el silencio ya que 25 adolescentes con el móvil y yo “atendíamos a la explicación”, me fijé en mis compañeros, todos tenían las manos debajo del pupitre sujetando los móviles, desde mi perspectiva parecía que estuvieran esposados, como si estuvieran detenidos y ninguno fuera libre.
A la hora del recreo, las cosas cambiaban un poco, era el único momento del día donde muchos de los estudiantes dejaban el móvil más de veinte minutos seguidos y se relacionaban con el planeta. Pese a la intensidad que poníamos a los partidos de fútbol y que en general la gente estaba concentrada en el partido siempre se escuchaba a algún jugador dirigirse a la banda para que alguien le grabará la falta que iba a tirar o le hicieran fotos mientras sudaba la gota gorda a lo largo del campo, por lo que incluso en el entretenimiento que suponía un partido fútbol en muchas ocasiones el mayor entretenimiento no era el deporte sino el móvil.
La verdad es que no llegaba a entender muy bien la dependencia tan extrema hacía el móvil, había visto a compañeros ponerse histéricos cuando algún profesor harto de que nadie le atendiera en clase requisaba algún teléfono móvil, e incluso he visto suplicar de rodillas a gente para pedir un cargado al haberse quedado sin batería, como si su vida dependiera del teléfono.
En muchas ocasiones me sentía como un bicho raro, estaba seguro de que era la única persona sin móvil del instituto, mis padres en algunas ocasiones me había dado la posibilidad de regalarme uno, pero entre los elevados precios de estos y que no les encontraba ningún atractivo siempre acaba declinando las ofertas.
Siempre que intentaba hablar sobre este tema con mis amigos, siempre me respondían cosas similares: “¡calla ya, que te pareces a mi madre!”, “¡no seas exagerado!”, “no estoy todo el día con él, lo utilizo de vez en cuando”, “yo sólo lo uso cuando me aburro”.
Era una situación extraña, si pillaban a alguien fumando escondido en algún rincón del instituto era expulsado pero en cambio se permitía que un adolescente no levantara la vista de su móvil en las seis horas que pasaba en el instituto. Y desde mi perspectiva veía más peligroso una adicción al móvil que al tabaco, ya que para lo segundo te tenías que esconder por lo que los momentos en los que podías inhalar humo se reducían a un número muy bajo, pero en cambio para utilizar el móvil tenías “barra libre”, pudiendo utilizarlos cuando quisieras y donde quisieras.
Sabía que antes o después acabaría teniendo móvil, al final vivimos en la era tecnológica, y debemos utilizar todo tipo de tecnología bien para comunicarnos, como entretenimiento o para nuestro trabajo. Sonó el pitido que señalaba el final de las clases, eran las dos y media, tenía hambre, cientos de jóvenes empezamos a recorrer los pasillos hacía la salida, cada uno con su móvil, con la cabeza agachada, caminaban todos al mismo ritmo, como si pertenecieran a algún tipo de secta, como si fueran presos, como si no fueran libres, parecía el único niño libre, parecía el último niño libre.
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