Una vez al mes, aproximadamente entre el día 10 y el día 15, me entran ganas de suicidarme. No entiendo muy bien cómo pasa, una especie de interruptor se me activa a una determinada hora y me paso el resto de la jornada buscando formas de mandarlo todo a la mierda. La sensación, que puede durar desde un par de minutos hasta un par de días, la describiría como un veneno de desolación que se esparce desde el estómago hasta el cerebro.
Lo peor, es que creo que no tengo razones para sentirme así. En el instituto me va bien, mi familia es normal, no me faltan amigos y el otro día me compré el ordenador portátil para el que llevaba tanto tiempo ahorrando. ¿Es porque no tengo novio? Nunca me había importado, aunque el otro día vi a Marina dándose un pico con Alex (¿o era Víctor?) y noté una punzada en los pulmones. Creo que trataba de darme envidia.
Es día 9 y se me ha adelantado el instinto anti-supervivencia. Estoy removiendo en el cajón de los medicamentos, leyendo la fecha de caducidad de unas pastillas que debían haberse consumido hace tres años, cuando mi hermano Daniel entra en el baño interrumpiendo mi búsqueda.
-Hola, Ana –dice.
No respondo. Espera a que le salude, apoyado en el marco de la puerta, con la mochila sobre los hombros y la camiseta de Nirvana sudorosa por la zona de las axilas.
-No me hables, ¿eh? –me reprocha.
-¿Qué quieres?
-Pues que ya he llegado.
-Lo veo –cojo unos sobres que caducan justo mañana.
-¿Qué estás buscando?
-Me duele la cabeza –digo, y, dejando de remover entre drogas, le miro-. ¿Sabes si tenemos Tofranil?
-Ana, ¿tú sabes qué es eso?
-Para los dolores del cuerpo, ¿no?
Con el ceño fruncido, sacude la cabeza y se acerca al cajón. Rebusca unos segundos y me ofrece unas pastillas azules.
-Esto, esto es para los dolores –dice.
Me fijo en los comprimidos ovalados, pensativa. En el blíster solo quedan tres pastillas, el resto de cavidades están vacías. No creo que me sirva para nada.
El día 17, a la hora de la cena, estoy feliz porque Laura me ha confirmado que su padre podrá llevarnos al cine el viernes, y aún me anima más que Marina no pueda venir y se vaya a perder la película. Pienso en esto mientras voy apartando a un lado la cebolla de mi ensalada.
-Ana, ¿quieres parar? Da asco cocinar si luego no te vas a comer lo que hay en el plato.
Mi padre me clava su mirada ojerosa desde el otro lado de la mesa. Ha apagado la televisión, aunque se encuentra de espaldas a ella y no ha abierto la boca en toda la cena. Mi hermano está sentado a su lado, con los ojos puestos en el trozo de lechuga que acaba de pinchar con el tenedor. Yo observo el pelo de mi padre, y el efecto que provoca la luz de la lámpara que tiene colgada encima sobre sus canas, cómo las hace más visibles. Parece que hasta su cabello está cansado.
-Pero es que no me gusta la cebolla –respondo.
-¿Y qué te gusta a ti? –alza la voz- ¿Qué tengo que hacer en esta casa de comida?
Hoy tiene uno de esos días.
-Lo siento –digo en bajito.
Él suelta un suspiro. Hay un momento de silencio, solo se escucha el ruido de los cubiertos raspando la cerámica de los platos.
-Dani, ¿cómo te va en el nuevo trabajo? -suelta mi padre.
Mi hermano da un respingo y tarda un segundo en mirarle, como si le hubiera sacado de un trance. Frunce un poco el ceño cuando le responde:
-¿El trabajo? Pues ahora que lo dices… -se mira las manos y tarda un rato en contestar-. Bien. Todo bien en el nuevo trabajo, papá.
-¿Qué tal el jefe? ¿Qué vibraciones te da?
-Creo que no le caigo demasiado bien –sonríe.
-¿Cómo que no le caes bien? –dice mi padre, con la boca llena de pan.
-No lo sé. Me cuesta coger el ritmo.
-Es normal, eres nuevo, acabas de empezar, ¿no?
-Sí, lo sé, pero… -juguetea con un trozo de pepino-. No dejo de ver cómo el resto de mis compañeros avanzan, consiguen algo cada día y aprenden, y…
-¡Qué gilipollez! Necesitas tiempo, hijo.
-No sé si el jefe opina lo mismo… -susurra. No ha levantado la vista del plato, el cual sigue a rebosar de verduras.
-Es simple, Daniel: haz lo que te digan y no cometas errores. Si lo haces bien y te esfuerzas… bueno, ya sabes.
Parece que mi hermano va a replicar algo, pero se limita a volver a sonreír y asiente con la cabeza.
-Sí, lo sé. Gracias, papá.
A veces me da por recordar momentos de mi vida que me han hecho sentir bien. Lo hago para convencerme a mí misma de que no debo ir a por una cuchilla de afeitar y dejar el baño hecho un estropicio.
Estoy en el tren, de camino a casa. Tengo 8 años y volvemos de pasar un fin de semana en la playa. Mis padres están sentados frente a mí; mi padre lee un libro y mi madre duerme. Mi hermano está en el asiento de al lado, y tiene la marca de las gafas de bucear alrededor de los ojos porque no se las ha quitado en todo el viaje. Miro por la ventana al atardecer. El horizonte está despejado, pero por encima del sol hay nubes dispersas y grises. La pradera se baña de una luz intensa y naranja, nunca había visto nada tan naranja. Parece que fuera a convertirse en rojo de un momento a otro. Veo claramente cómo el día se apaga con lentitud. Abro mucho los ojos sin darme cuenta, sintiendo una opresión agradable en el pecho y un nudo en la garganta.
El día 23 estoy observando cómo mi hermano se queda mirando al dependiente de la tienda. Tiene una camiseta en la mano y da la sensación de que está evaluando si el color es demasiado chillón para su estilo, pero en realidad sus ojos están clavados en el hombre que está aconsejando a unos clientes sobre la ropa de temporada, el hombre de ojos azules, con tatuajes en el brazo y el pelo rubio rizado.
Me acerco a él, con una falda vaquera que me quiero probar.
-Dani –digo-, ¿hasta cuándo te quedas?
Deja rápidamente la camiseta en su sitio y carraspea. Se gira hacia mí.
-¿Por qué quieres saberlo?
-Quiero ir con Marina a ver las luces de Navidad. ¿Nos puedes llevar?
-¿Por qué yo? ¿Qué pasa con papá?
-Es que no quiero molestarle.
Resopla con fuerza y se tapa la cara con las manos.
-Ana, ¿no has pensado qué podría tener planes o…? -se queda callado unos segundos, concentrado en la camiseta de antes-. Olvídalo. Te llevaré.
Tengo 11 años y estoy en el descampado que hay frente a mi casa. Es domingo por la noche, así que veo todas las estrellas del cielo y, sobretodo, veo los fuegos artificiales que están lanzando en algún pueblo vecino. Todo está tan lejos. Puedo ver las luces de las ciudades, las farolas dispuestas a lo largo de las carreteras, los edificios, las casas. Me pregunto a qué distancia estarán. ¿A 100 km? ¿A 200? ¿A 1000? Me pregunto que estará haciendo la gente que vive allí, y me pregunto que estaría haciendo yo, ahora mismo, si estuviera bajo el cielo nocturno adulterado por el resplandor de la urbe.
Pero no me pregunto cuándo he salido de casa y por qué no recuerdo nada antes de los fuegos artificiales. Tampoco me pregunto por qué suena una sirena de ambulancia, ni por qué mi padre se pone a llorar cuando se llevan a mi madre con las muñecas ensangrentadas.
El día 27, de camino a casa en el coche de mi hermano, estamos un rato callados escuchando a Mariah Carey, hasta que él me pregunta en un murmullo:
-¿Sabes por qué se suicidó mamá?
Me ha pillado por sorpresa. Dejo de contar las vallas de anuncios que vamos pasando y le contemplo, confusa.
-¿Sabes por qué? -repite. Está muy serio, con la vista clavada en la autovía.
-Fue por lo del bebé, ¿no?
-Solo en parte.
-¿Solo en parte? ¿Te parece poco perder a un hijo antes de nacer?
-Veo que no lo captas, ¿verdad?
Me mira unos segundos y noto que le brillan los ojos. Tanta intensidad me incomoda, y más aún que me haga sentir ingenua, así que aparto la mirada y me cruzo de brazos.
-¿Es porque tengo 15 años? -replico.
-Es porque vives en tu mundo, Ana -suelta una carcajada y sorbe la nariz-. A veces pareces un ente que vaga por la casa, como si nada fuera contigo.
-Es porque tengo 15 años.
-Eso no significa que seas tonta, y tú conocías bien a mamá, era más fuerte de lo que parecía.
-Pero estaba enferma -digo encarándome a él, en un tono más alto del que pretendo-. Iba con el pelo sucio, en bata a todas horas y no le daba la luz del sol.
Mi hermano se limita a sonreír con suficiencia.
-Supongo que, si no te diste cuenta antes, no te darás cuenta ahora -dice con amargura.
No vuelve a hablar, y yo tampoco. Le doy vueltas a la frase, tratando de descifrarla, hasta que me distraigo con una valla publicitaria que anuncia el próximo videojuego que llevo esperando todo el año.
Tengo 6 años, estoy en el patio de mi antigua casa jugando con mi cocinita. Me encanta mi cocinita, me encanta la sartén de plástico, me encanta hacer como que corto tomates con los cuchillos de mentira, me encanta remover en la olla vacía y oler el aroma de la comida imaginaria.
Me encanta mi cocinita, incluso cuando la veo hecha trizas en el suelo después de que mi padre, furioso, la haya destrozado a golpes.
¿Por qué he recordado eso?
Es día 12 y mi hermano sigue en casa. Creo que ya no debería tener vacaciones, pero se pasa el día sin salir de su habitación, saqueando la nevera y con la televisión de su cuarto encendida todo el rato. Solo abre la boca para discutir con mi padre y para llorar por la noche, cuando cree que nadie le escucha. No sé muy bien qué ha pasado, pero sé que todo empezó cuando mi padre encontró unas jeringuillas en la papelera del baño, y ahora le oigo golpear la puerta de la guarida de su hijo, soltando todo tipo de insultos para hacerse oír por encima de la música que resuena en el interior.
Y, a pesar de todo, no me molesta, porque es día 12 y estoy en mi quinta incursión en el cajón de los medicamentos en menos de 4 meses, incursión que interrumpo cuando oigo los gritos. Son de mi padre. Me apresuro hacia donde se encuentra, frente a la puerta de la habitación de Daniel, y cuando veo su oronda figura arrodillada, con los ojos espantados y la mano amortiguando los sollozos de su boca, sé que el desastre se me ha adelantado.
Mi hermano yace en el suelo, con la boca llena de espuma y los ojos completamente idos. Kurt Cobain canta a todo volumen Lithium y mi hermano no respira. En la tele se ve a un hombre probando un pelador de patatas y enseñando los blancos dientes a la cámara, y mi hermano está muerto.
Tengo 10 años y mis padres han discutido. Mi madre está sentada a la mesa de la cocina mirando un test de embarazo, con los ojos húmedos e hinchados de llorar. Mi padre se ha ido con el coche tras lanzar unos platos y dar un puñetazo a la pared. No sé cuándo volverá.
Es domingo, 12 de enero, y junto a la mano de mi hermano hay una caja de Tofranil vacía.
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