Trabajo de la infancia…

Trabajo de la infancia…

Landa

01/05/2019

Todo pasaría en un pequeño pueblo de unos (6.000 habitantes), en donde todos nos conocíamos, nos saludábamos a la pasada, en donde todos dicen: «pase usted primero», al abrir la puerta de algún negocio o simplemente dicen: «buenos días, tarde o noche» al entrar en todos los lugares públicos. Todo era muy feliz y muy alegre en ese pueblo, hasta estoy más que seguro de que nunca había faltado un día de brillante sol, pero todo cambiaría en una fecha común, de un mes cualquiera y en un año mediocre, todo se volvería gris y sin sentido, pesaría más y dejaría de ser tan hermoso con el pasar del tiempo, el cual no regresaría. En ese día común fue cuando de un momento al otro pase de ser, un simple muchacho de trece años, a convertirme en el padre, madre, amo y único sostén económico de la casa, y también ese día lunes (12 de noviembre) fue el día que vi como mi padre querido entraba en una caja de madera hecha por mis propias manos; de un metro de ancho, por un metro y ochenta y seis centímetros de largo. La dura perdida de mi amado padre por parte de un grave accidente de transito, las muertes sorpresas de mis abuelos en el año siguiente y la grave enfermada sin cura de mi madre, fueron los principales inicios que tuve para pasar de estar sentado en una silla blanca enfrente de un pupitre en la escuela, a ser parte de las grandes lineas de desmontaje de los terrenos del norte de la provincia de (Corrientes: Argentina) y a convertirme en el padre de una niña de tres años. Los días en el monte eran realmente muy duros y el trabajo muy agotador, todos los días en dos mese y medio, que era el tiempo de trabajo, teníamos que levantarnos muy temprano (04:00 am) sin restricciones, no existían los sábados, domingos o feriados, siempre a esa hora teníamos que estar parados firmes en las líneas de conteo de personal y el que no se encontraba, le descontaban a fin de la jornada, y la verdad, es que yo no estaba para perder dinero por dormir unos minutos más, lo que más necesitaba era esa pequeña limosna que nos pagaban, para alimentar a mí querida hermana y comprar los remedios para mí madre, así que no tenía escusas que pudieran ser válidas en ese lugar para no trabajar. Mí trabajo consistía en desmontar todo el terreno para que después vinieran los encargados de plantar los árboles que necesitaban para obtener la madera luego. También pertenecí a la parte de leñadores en la deforestación y ese trabajo me gustaba más que el primero, ya que consistía en cortar todos los árboles que uno podía en el día, desde que salía el sol hasta que se ocultaba, además, nos pagaban mejor, nos daban ($66, centavos) por árbol cortado y listo para ser cargado a los camiones que estaban para llevarlos a los aserraderos, aunque era un trabajo muy duro y de mucho cansancio múscular, me encantaba por la gran camaradería que teníamos todos los que pertenecíamos a ese grupo, todos nos ayudábamos y nos dábamos las manos que el otro necesitaba, éramos una gran familia, pero todo cambiaría un día como el mismo que cambió mí vida y forjo mí personalidad. Eran más o menos las (18:00 o 19:00) horas de la tarde de un domingo del mes de febrero, cuándo todos estábamos terminando nuestra jornada diaria de trabajo, fue hay en el mismo instante que el grupo entero apagó sus moto-sierras, y escuchamos ese estruendo tan fuerte y bruto, continuado de un grito de muchísimo dolor y angustia, todos salimos corriendo hacia ese lugar, todos nos mirábamos a los rostros y nos preguntábamos:

– ¿Quien falta, quien falta? ¿Estamos todos?

Fue ahí en ese lugar, en el medio de un tremendo caos, gritos y desesperación, cuando me dí cuenta de que faltaba mi querido amigo «el chavo» que era el sobrenombre que le habían dado,

– ¿Falta el chavo? – les grite.

– ¿Cómo que falta el chavo? – respondió mi encargado, mientras seguíamos gritando su nombre y mirando por todas partes.

– ¡ESPEREN! ¡MIREN! ese árbol se cayo para el otro lado – grito uno de mis compañeros.

Todos salimos corriendo hacía ese lugar y fue ahí en donde vi con mis propios ojos una mano debajo de ese gran árbol, en el medio de todas sus ramas estaba esa mano.

– ¡ACÁ ESTA! – les grite.

– ¡Por Dios! Él está ahí – dijo el encargado.

Todos prendieron sus moto-sierras y empezaron a cortar por secciones ese gran árbol, hasta que quedo simplemente el lugar donde se encontraba mi querido amigo del alma, «el chavo» cuando entre todos pudimos levantar esa parte del árbol, vimos que se encontraba su cuerpo, todo destrozado: sus dos piernas rotas, su brazo izquierdo incrustado en su pecho y varías costillas saliendo por la zona de su estomago, su rostro estaba lleno de rasguños y sangre por todas partes.

-¡Adrián! corre a buscar al capatas y traigan la camilla, ¡APÚRATE…! – me grito el encargado.

Salí corriendo con todas mis fuerzas hacía el campamento gritando: «¡CAPATA…! ¡CAPATA…!»

– ¿Qué sucede muchacho? – me preguntó el capatas.

– ¡EL CHAVO! Al chavo le cayo un árbol, respondí.

– ¡YA! Agarra la camilla y vamos, – me grito.

Mientras corríamos hacía donde él se encontraba, mis lágrimas deslizándose a los costados de mi rostro por el viento, en esa tarde de verano del mes de febrero. Mientras que lo alzaban sobre la caja de una camioneta (ford F100) mis lagrimas no dejaban de emanar sin permiso de mis ojos, me lo quede mirando hasta que la densa polvareda de la tierra colorada del norte, opaco mi visión. Al día siguiente el capatas llego y con una mirada muy triste nos dijo: «no se pudo hacer nada». Cerrando mis ojos y suspirando al cielo, seguí con mi trabajo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS