El nomeolvides que creció en la sombra

El nomeolvides que creció en la sombra

Nefelibata

30/04/2019

Cada septiembre una caja azul, un lazo amarillo y una nota que versaba:

“ Recuerda que aunque este nomeolvides también ha crecido en la sombra siempre soñó con alcanzar la luz”

Cada año la misma nota, la misma letra inclinada y adelgazada, las mismas palabras sencillas y enigmáticas y el mismo papel cebolla traslúcido.

Le gustaba imaginar a quién pertenecía esa caligrafía límpida, esos trazos largos que parecían buscar desespera o esperanzadamente algo más allá, en los cielos o en los infiernos, en el infinito. Desde luego, el dueño y digo dueño en masculino porque hay letra de hombre y de mujer y ésta era claramente una letra varonil y no de niño, de chico, de joven, era letra de hombre; debía tener el puño firme, una mano áspera, una elegancia que muchos anhelan y una serenidad que sólo se alcanza cuando se tiene la certeza de haber vivido todo o casi todo.

Dobló la hoja cuidadosamente y la depositó en la primera caja que había recibido. ¿Cuándo fue? Nunca se acordaba de la fecha, del primer año que había abierto aquella primera caja. La verdad es que ya nunca se acordaba de casi nada, pero tenía un truco, antes de introducir la última nota sacaba todas las demás y contaba uno a uno, sin desordenarlos, todos los papelitos que había ido guardando. ¡Diecisiete! ya había diecisiete breves misivas, todas iguales; eso sí, la letra aunque claramente pertenecía a la misma persona, se había ido haciendo cada vez más escuálida, con trazos cada vez más largos que año a año continuaban buscando sin encontrar.

Los volvió a leer uno a uno, desgajó las palabras, las separó, las volvió a juntar, repasó el significado de cada una de ellas independientemente, artículos, preposiciones, adverbios, verbos y sustantivos.Por separado todo tenía sentido. Alguien, tampoco recordaba quién, le había enseñado el significado de las palabras, su forma, su función; pero cuando las enlazaba de nuevo para que formaran parte de un único cuerpo, perdían todo su sentido.

Estaba agotada. Guardó una a una las notas, diecisiete, de la más antigua a la más reciente; cerró la caja azul y anudó cuidadosamente la cinta amarilla formando un pequeño lazo que unas manos femeninas le habían enseñado alguna vez a hacer. Se quedó unos minutos, quizás horas, quizás días pensativa y…¡oh no!, había abandonado a su suerte la segunda parte del mensaje. ¡Por favor que esté ahí!¡Por favor qué esté ahí! y efectivamente, giró la mirada y allí estaba, ¿dónde iba a estar? nada se perdía en ese mundo, en su mundo.

La tomó en sus pequeñas manos, manos blancas, casi translúcidas como el papel de cebolla, manos que no habían vivido demasiado, sin experiencia y que por la tanto nunca serían las dueñas de una letra como la que formaba parte de las misivas que recibía. Era tan delicada, la flor y ella, ella y la flor. En sus manos aún resaltaban más sus diminutos pétalos azules, un azul intenso, ni claro, ni oscuro, de la tonalidad de la semisombra.

Se quedó mirándola y la colocó, delicadamente, junto a las otras diecisiete, continuando la espiral que sin pretenderlo había ido creando a lo largo de esos septiembres. Era increíble, pero en todo este tiempo todas esas flores permanecían impertérritas, tan bellas como el primer día, tan vivas y a la vez tan muertas que cada vez que las miraba un leve escalofrío le recorría la espalda y la mente. Eran las únicas que parecían poder desentrañar aquel misterio. Cuando estaba junto a ellas se sentía tan cerca, casi tocaba con sus dedos la solución, el fin de su agonía, pero cuando parecía que aquellos nomeolvides iban ayudarle a recordar, a vislumbrar la luz que aún no se había apagado en su interior, volvía a caer un pozo oscuro. Volvió a mirarlas triste por no recordar, pero inevitablemente feliz, porque esas flores le devolvían destellos de risas, susurros casi apagados, color a su vida.

Estaba exhausta, cada vez que llegaba esa caja terminaba agotada, sin fuerzas de tanto pensar, de intentar recordar. Pero abrazaba con alegría ese cansancio que la hacía sentirse viva. El resto del tiempo, entre septiembre y septiembre, también lo olvidaba, sólo existía esa caja con dieciesite notas y esos diecisiete nomeolvides formando una espiral. De repente, sintió una luz cegadora y un calor abrasador en su mejilla, se intentó aferrar a esa luz, a ese calor, pero todo se sumió en tinieblas de nuevo.

  • -Señor Manuel, ¿ya se despide usted de su hija?
  • -Sí Carmen, se está haciendo muy tarde y está Esperanza en casa sola, no quiero que se preocupe, ni que se enfríe la riquísima tortilla de patata con pimientos que me prometió a mi vuelta. Ummm, me parece que ya la huelo…
  • -Ay Señor Manuel, es increíble, siempre tiene una sonrisa en la cara, con lo dura que ha sido para usted la vida.
  • -¿Por qué no iba a sonreír? Hoy es el cumpleaños de mi pequeña Mar. La vida me ha arrebatado muchas cosas pero no me borrará la sonrisa. Hubo un tiempo en que creí que se la había llevado para siempre, pero no, aquí está, y más bonita que antes, con unos dientes postizos blancos y todos del mismo tamaño, no como mis viejos dientes amarillos. Mira, mira Carmen, ¿no te parece que tengo una sonrisa estupenda?
  • -Manuel, es usted increíble. ¿Y su Esperanza cómo está? Nunca la vemos por aquí el día de su cumpleaños.
  • -A mí Esperanza la vida consigue arrebatarle la sonrisa una vez al año. Este día la abandona la luz y se adentra en la oscuridad, yo creo que ahí se encuentran las dos. Pero bueno, el resto del año hace honor a su nombre, busca constantemente la luz y sonríe. Y aunque no venga, el regalo es de parte de los dos. ¿O te crees que un manazas como yo podría confeccionar algo con tanto gusto? La caja que traigo cada año la prepara ella misma con sus manos y cuando yo relleno el interior, se encarga de colocar este bonito lazo amarillo. ¡Nadie hace los lazos como ella! Yo creo que cuando trabajábamos en la librería muchos clientes venían, más que por mis consejos literarios, para que Esperanza convirtiera un simple libro en un detalle único. A Mar también le encantaba la forma de hacer de su madre y con cuatro años ya anudaba unos lazos cuasi-perfectos. Ay lo siento Carmen, te estoy aburriendo, nostalgia de viejo, jajaja.
  • -No señor Manuel, me encanta escucharle, me los imagino a los tres entre libros, papel y cinta de regalo. Y… perdone mi atrevimiento, pero ya que estamos en faena, es que… tengo una curiosidad tremenda, pero no sé…
  • Dígame Carmen, hay confianza. Son muchos años.
  • Pues nada, Manuel, me preguntaba porque cada año le trae esa florecilla a su niña.
  • -¿Carmen era eso? No es ningún secreto y ¿has estado con el come-come todos estos años? Esta florecilla se llama nomeolvides y representa el amor eterno. Poco antes de que todo ocurriera nos fuimos una semana a Grecia. Llevaba mucho tiempo deseando conocer ese país lleno de ruinas e historia y ese año fue un buen año para la librería, cuando la gente aún leía, así que disponíamos de un dinerillo extra para darnos un lujo. Además Mar empezaba a ser una señorita ávida de saber, estaba en esa edad donde todo son preguntas esperando respuestas. Tenía cinco años y un mundo por explorar a su alcance. Así que nos fuimos a Grecia y vimos todos los edificios, todos los monumentos, todos los museos… todo lo que se podía ver en una semana, claro. ¿Pero sabes lo que más le gustó a Mar?
  • -No lo sé señor Manuel. Yo nunca he estado en Grecia. ¡Ojalá!, pero mi Pepe es un sieso… dice que quién quiera vernos que venga a casa. Pero, perdone, continúe, continúe…¿qué es lo que más le gustó a la niña?
  • -Pues lo que más le gustó, Carmen, no fue ni la acrópolis de Atenas, ni el monte Olimpo, las termópilas o los santuarios de Delfos, sino un pequeño campo plagado de diminutas florecillas que vimos al pasar con nuestro coche. Mar se quedó fascinada, dijo que nunca había visto nada tan bonito, que parecía un pequeño trozo de mar en medio de la tierra y que ella quería llevarse ese mar a nuestra casa. La verdad, es que la imagen era realmente bonita.
  • -Eran nomeolvidas, ¿verdad, señor Manuel?
  • -Sí Carmen, eran nomeolvides. Cuando llegamos a casa, Mar seguía obsesionada con aquellas florecillas, así que recopilé información y conseguí cultivarlas en nuestro jardín.
  • -¿Y por eso le regala esta flor cada año?
  • -Carmen, no he acabado la historia. ¿Sabes que esta flor es una flor muy especial? Parece delicada de tan diminuta como es, pero es una flor perenne, si tienes cuidado de darle agua suficiente puede crecer durante todo el año, y a pesar de su belleza sólo puede crecer en la sombra, aunque yo le decía a Mar que esas flores crecían en la sombra porque les daba miedo la luz, pero que nunca habían renunciado a alcanzarla. El día que todo comenzó o acabó nos encontramos a Mar en una esquina del jardín, donde nunca daba el sol, con un nomeolvides en sus manos y sus pupilas perdidas. Lo intentamos todo, pero Mar se había desconectado de este mundo, se había adentrado en la sombra.No sabemos lo que pasó, ni cómo hacerla volver; pero cada año por su cumpleaños, le traigo esta cajita, con un nomeolvides con la esperanza de que recuerde, que nos recuerde, que luche por volver a la luz y que nunca olvide que nuestro amor por ella es eterno.
  • -Sabe señor Manuel, creo que el día que usted viene con esa caja, algo cambia en la mirada de Mar.
  • -Yo también lo creo Carmen, quizás sólo es la necesidad que tengo de creerlo, pero me parece que su iris recupera el azul nítido que tenía aquel campo de nomeolvides que descubrimos en Grecia. Sabes Carmen, le pusimos Mar, porque sus ojos eran de un azul profundo como el Mar y cambiaban de tonalidad con sus pensamientos. Pero con el paso de los años creo que se llama Mar porque solo se podía llamar así aquella niña que soñaba con tener un mar en su jardín.

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