Entre sus pequeñas sandalias asomaron unas delicadas y suplicantes campanillas. La joven princesa se apartó rápidamente y comprobó consternada que había aplastado algunas de aquellas cárdenas flores. Se inclinó con suavidad y arrancó la que consideró más bonita.

-Mamá, ¿Qué flor es esta?

La Reina, que descansaba al sol en uno de los bancos del jardín, miró a su hija de alborotados rizos rubios y respondió:

-Es una campánula, Diana.

Aquel nombre entusiasmó a la princesa, que acercó su sonrojada nariz a la flor y aspiró el olor que desprendía. Ella solo sintió melancolía en su pecho, pero su memoria recordó el aroma de las historias de amor, de los veranos tardíos y templados, de las melcochas de azúcar y de los sueños lentos y agradables.

Una voz masculina quebró su ensoñación y la advirtió en un grito desesperado:

-¡Corre, Diana! ¡Viene el Hechicero! ¡Quiere raptarte!

La joven reconoció en la lejanía a su hermano menor, que blandía sobre su caballo una reluciente espada y una armadura que le protegía. Siguiendo su advertencia, corrió velozmente hacia el palacio, que se alzaba pocos metros más allá de donde se encontraba. Era blanco como el marfil y se abría al exterior a través de un gran portón de oro. Todas las habitaciones contaban con un balcón dorado por el que se enredaban abundantes rosales, que salpicaban de carmín la nívea fachada.

La corte quiso pensar que su frágil princesa se encerraría en sus aposentos para esperar, asomándose de vez en cuando y con prudencia por la ventana, que el peligro se alejara y que su hermano regresara vivo y victorioso a las puertas del palacio. Pero Diana no estaba dispuesta a dejarse proteger como un objeto valioso y, armándose de valor, escogió la mejor espada de la panoplia real, ensilló la yegua a la que montaba para pasear por los bosques cercanos, y, del modo más elegante posible, se sentó a horcajadas en el dorso del animal. Instantes después y ante las estupefactas miradas de sus servidores, rompió al galope por el sendero que conducía al exterior del palacio.

Corrió y corrió hasta llegar a las lindes del Bosque Antiguo. Debido a su infranqueable espesura, años y años de historia y de valientes caballeros que se habían internado en sus profundidades habían abierto un estrecho sendero cuyo final se desdibujaba lentamente entre la maleza hasta desaparecer. Nadie del lugar había cruzado el Bosque Antiguo, o, si alguien lo había logrado, no había vuelto jamás para contarlo. La entrada estaba coronada por un esbelto arco de piedra, adornado con frondas, cardinas, hojas de vid y una hiedra que se retorcía y encaramaba hacia los transeúntes que osaran cruzarlo.

La princesa nunca se había adentrado en aquel escalofriante paraje, pero no vaciló. Echó una fugaz mirada a su espalda y avanzó dejando que las sombras oscurecieran su menuda figura. Alzó la vista. Los árboles se elevaban vigorosos y rebosantes de vida verde a ambos lados del sendero. Solo una estrecha franja de cielo alentó su corazón.

Pasaron las horas, el aire apenas llegaba a sus pulmones y la luz se debilitaba entre las ramas. De pronto, un leve sonido acarició sus oídos. ¿Agua? Poco a poco esa melodía fresca y saltarina fue haciéndose más evidente. El ambiente se había vuelto agradable, y el alma de Diana quiso olvidar durante unos breves instantes el miedo que la invadía. Pero, de repente, un humo apestoso comenzó a avanzar hacia ella desde las profundidades del bosque, acorralándola sobre su yegua y presagiando que el Hechicero estaba cerca.

Pronto su mayor temor se confirmó: una túnica raída y un puntiagudo sombrero de colores verdosos dibujaban la silueta de un hombre que se alzaba imponente al otro lado del río. Su rostro, pálido y amenazador, era a la vez confuso y negro, como una tormenta de invierno que avanza desde la línea azul del océano. Junto a él, alguien se defendía hábilmente de los ataques del malvado Hechicero. ¡Su hermano! ¡El príncipe Pablo!

Impulsada por el ardiente deseo de defender a su hermano, arreó a su corcel y, atravesando las aguas con un potente grito de guerra, se abalanzó como una ola embravecida sobre el maligno ser que trataba de acabar con sus vidas.

El príncipe Pablo miró sorprendido a Diana, pero al segundo tuvo que sobreponerse y coordinar sus movimientos con los de la princesa. El Hechicero, por su parte, quedó paralizado ante tal inesperada intervención, pero su desconcierto se tornó en una escalofriante carcajada, que rasgó el silenció del bosque como un hacha que atraviesa la vida de un pobre condenado.

– ¡Diana! ¡Querida! ¡Te estaba esperando! -ironizó aquel repugnante demonio.

Ella, loca de rabia, acometió de nuevo contra su adversario. Su movimiento resultó ser certero, y, justo cuando se disponía a asestar el último golpe, una espada protegió al Hechicero bloqueando la suya. Diana siguió con la mirada el filo de aquella hoja de acero, hasta llegar a las manos que la blandían. No podía ser. Un miedo abrasador retorció su corazón y el aire se anudó en su garganta.

– ¡Pablo! ¿Por qué? -pronunció Diana, en apenas un susurro.

– ¡Siempre he estado contra ti, hermana! ¡Ha llegado tu fin!-inquirió él.

Un nuevo sentimiento brotó de ambos hermanos: ahora eran enemigos. Sus espadas se enredaron en una ardua pelea, chocando en lo alto de sus cabezas, generando chispas, que saltaban como gotas de fuego, y abriendo heridas de odio y de frustración.

De pronto, Diana vislumbró una mínima posibilidad de vencer y, con una ágil maniobra, arrancó de las manos del príncipe su arma, que giró en el aire hasta aterrizar a los pies de un matorral lejos de su alcance. Pablo, aturdido, no pudo soportar la idea de morir bajo la espada de su odiada hermana y envistió contra ella como una bestia enfurecida golpeándola en el pecho.

Diana ya no aguantó más. Había caído contra el suelo y el golpe la oprimía.

– ¡MAMÁÁÁÁÁÁ!- gritó llorando.

– Pero, ¿Qué haces? Eres una quejica y una chivata- sentenció Pablo indignado y, aunque le costase reconocerlo, bastante preocupado por el rapapolvo que iba a recibir.

Paloma entró en la habitación y, al ver la escena, intuyó lo que había ocurrido.

– ¿Otra vez jugando con esas espadas? Ya os he dicho que las uséis en el salón, donde yo os vea. Ven, cariño. ¿Qué te ha pasado?

Diana explicó a trompicones lo que había sucedido, bajo la atenta mirada de su hermano, que inmediatamente replicó:

– ¡Pero ella me ha quitado mi espada! ¡Eso es trampa!

– Claro, ¿y ponerte de parte del Hechicero vale, no?

– Es un juego, yo puedo hacer lo que me de la gana.

– ¡Oye! -intervino Paloma- así no se habla a una hermana. Pablo, pídele perdón.

El pequeño se cruzó de brazos y, mirando al suelo, susurró sus disculpas de un modo poco convincente. Pero, un instante después, volvió a subir el rostro y, mostrando una pícara sonrisa, añadió:

– ¡Pero te he ganado!

Con aire triunfante salió escopetado de la habitación, haciendo oídos sordos a las quejas de su hermana. En el salón, Pablo localizó su coche teledirigido encima de la mesilla y, aunque perdió el mando hace tiempo, cogió el vehículo con ambas manos y comenzó a moverlo por el suelo, por el sofá, por la mesa del comedor e, incluso, por las paredes.

Mientras, todavía en su dormitorio, Diana le contaba a su madre la historia de su apasionante juego.

<< ¡Qué imaginación! ¿Cuándo la perdemos? >> pensó Paloma.

– Mamá, ¿juegas conmigo?

Ante sus ojos todavía llorosos, sus mejillas sonrojadas por el esfuerzo de la pelea y su mirada suplicante, le resultó imposible rechazar la tentadora oferta.

– Bueno, pero no mucho tiempo, que mañana tú tienes que ir al colegio y yo debo trabajar.

– ¡Genial! Mira… el jardín son los jardines de palacio, el palacio es mi habitación, el Bosque Antiguo es el pasillo y el cuarto de Pablo, y el Hechicero… ¡El Hechicero puede ser papá!

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