¿Te acuerdas de la banca?

¿Te acuerdas de la banca?

Mauricio Rojas

28/04/2019

‒Ahí te vi por primera vez, en esa banca.

Apunto con el índice hacia la calle, asegurándome de que vea exactamente dónde se cruzaron nuestros caminos. Acaricio su brazo y ella ladea su cabeza hacia mí sin decir nada. Seguro piensa en mí, en nosotros. En cuestión de minutos el departamento se ilumina por completo. Me gustaría dejarla ver un poco más, pero tengo que cerrar las cortinas.

‒Mucho sol te va a hacer mal, amor ‒digo mientras la levanto de la silla‒. Tengo que salir a la farmacia. Seré rápido, lo prometo.

No responde, me devuelve esa mueca de labios torcidos que le ha dado por hacerme. Creo que está enojada. La acuesto en la cama, beso su frente y paso mis dedos por su cabello. Unos pelitos castaños se me quedan enredados. La miro una última vez, sonrío y salgo del cuarto.

En la recepción don José me pregunta cómo estoy. Bien, bastante mejor, le respondo. Da un gran respiro, luego desvía la mirada y levanta las cejas. Le devuelvo la cortesía encogiéndome de hombros.

Supe de inmediato que Marta y yo estaríamos juntos. Desde que la vi en la banca, con el vestido blanco y de piernas cruzadas mientras se hacía una cola de caballo. Una brisita cálida revolvía los árboles alrededor de ella. Nunca más pude sacármela de la cabeza. Dediqué semanas enteras a admirarla por la ventana, en silencio, imaginando nuestra primera conversación.

Entro a la farmacia. Afuera hay casi cuarenta grados. Pienso en mi Marta, marchitándose en la pieza mientras el aire acondicionado me pega la polera a la espalda. Saco desodorante, pasta de dientes y una botella de agua mineral. Dejo las cosas en el mostrador y el farmacéutico me pregunta si eso es todo.

‒No, también necesito esto ‒digo, y saco del bolsillo la receta del doctor Ramírez.

‒¿Todavía la misma receta, don Braulio? ‒pregunta el farmacéutico, luego da un suspiro y añade:‒ Mire, por esta vez y porque nos conocemos se la acepto, pero vaya al médico para que se la renueve, si no, no puedo venderle más.

Asiento y le digo que para la próxima.

En la vuelta me da por pensar en la Sofi. Siempre recordándome lo que tengo que hacer, sobre todo después de lo de Emilia. Pobre niña, sufrimos tanto. ¿Hace cuánto que no hablamos? La última vez fue cuando le conté de Marta, se enojó tanto. Después de eso nos distanciamos. Me dolió tanto que no entendiera. Marta lo único que quiere es una familia. Aún escucho su voz diciéndome entre gemidos: «Piensa en tu hija, por el amor de Dios».

Cuando llego al edificio veo a don José barriendo la entrada. Lo saludo con un gesto de cabeza y me apuro por las escaleras. Meto la llave y siento la mirada intrusiva de la vecina del treinta y dos. Me doy vuelta, le sonrío y, cuando ella vuelve a ocuparse de sus asuntos, abro la puerta del departamento.

Adentro el aire está estancado. Decido abrir la ventana para que se ventile un poco. Ella se va a poner feliz, le carga estar a oscuras, la hace miserable, pero qué opción tengo. Si dejo abierto la van a ver y me la van a quitar, y ella sabe que nadie la va a cuidar como yo. Me acerco lentamente y le susurro al oído que ya llegué, pero no me escucha. Con el dorso de mi mano le hago cariño en la mejilla. Ahora la mueca me parece una sonrisa.

Dejo a Marta descansar y me voy a la mesa a preparar sus cosas. Sobre la alfombra todavía quedan algunos manchones secos del día del accidente. No volvió a gritarme más desde entonces. Al fin entendió cuánto la amo. Saco una pastilla y la parto; «Acuérdese don Braulio, la mitad no más, si se le pasa la mano podría intoxicarse». Eso había dicho el médico, pero ese día Marta no se calmaba con nada. Incluso después del golpe aleteaba y lloraba. Tomo la botella y llevo las cosas hasta la cama. Levanto la cabeza de Marta y pongo la pastilla en su boca.

‒Estás tan flaquita, Marta ‒digo mientras seco el hilo de agua que cae por sus comisuras‒. Tan delgados que tienes los labios. Soñé tanto con esos labios. Todavía sueño con ellos, ¿sabes?

Apoyo su cabeza sobre la almohada y pego mi boca a la de ella. Nunca he sido más feliz. Tomo uno de sus pechos, pero me detengo antes de hacer cualquier cosa. Le doy un beso sobre los párpados y me levanto de la cama. ¿Y qué va a pasar cuando se me acaben las pastillas, Marta? ¿Acaso tú también vas a dejarme? Tengo que llamar a Ramírez. Marco el número del médico en el celular y unos segundos después me contesta la recepcionista:

‒Quiero hablar con el doctor Ramírez.

‒¿Quién lo busca?

‒Es importante.

‒¿Quién habla?

‒Dígale que lo busca Braulio, Braulio Ariztía.

Apenas digo mi nombre suena la música de espera. Pasa menos de un minuto y la recepcionista contesta de nuevo:

‒Le paso con el doctor.

‒¿Aló? ‒pregunta Ramírez‒ ¿Señor Ariztía? ¿Por qué no ha venido?

‒Es Marta, ella…

‒¿Dónde está? Es importante que me diga dónde está. Hágalo por ella. Usted la quiere, ¿cierto?

Corto. Claro que la quiero, la adoro, la amo. Por eso no puedo decirle, me la quitaría justo ahora que me necesita, ahora que por fin entiende. Miro a Marta, todavía descansa. Decido dejarla ver por la ventana antes de acostarnos. La tomo en brazos y la cargo hasta la silla.

‒Estás livianísima, Marta ‒digo intentando animarla.

La siento frente a la ventana. Bajo mi cabeza a la altura de su hombro y le digo al oído:

‒¿Ves la banquita? Ahí te conocí. Sé que te encanta esta historia. ¿Sabes todo lo que me dolió? ¿Todo lo que te esperé? ‒Aprieto mis manos sobre sus hombros. Marta guarda silencio y no despega los ojos de nuestra banca‒. Ya no importa. Ahora estamos juntos, ¿eres tan feliz como yo? Hoy pensé en la Sofi, me gustaría que nos reconciliáramos. Yo sé que nos hizo sufrir, pero ambas son mis niñas, ¿sabes?

Me alejo de Marta y saco el teléfono. Busco en los contactos el número de Sofía y la llamo.

‒¿Papá?

‒Hija…

‒¿Dónde estás? ‒Tiene la voz agitada‒ El doctor estuvo llamando. ¿Estás bien?

‒Sofi, quiero que se conozcan.

Silencio. Escucho la respiración de Sofía hacerse cada vez más pesada. Cuando consigue calmarse dice:

‒Papá, ya para con lo de Marta. Anda al doctor, ¿te estás tomando los remedios?

‒¿Cómo la voy a dejar botada? Me necesita, está mal. ¿Te conté cómo la conocí?

Sofía rompe en llanto. Me ruega que no siga, que por favor le diga dónde estoy, que aún hay tiempo. Yo hago como cuando era niña y la dejo hablar. Me habla de Emilia, dice que no es mi culpa, que ella hizo lo que hizo porque estaba enferma.

‒Hija, ven, por favor. No sé si pueda arreglarlo.

‒¿Estás en el departamento?

‒En el de ella, el treinta ‒Veo a Marta y empiezan a temblarme los labios.

‒Papá, escúchame, no te muevas. Llego en veinte minutos.

‒Aquí voy a estar.

Dejo el celular sobre la mesa, sirvo un vaso con agua y meto un par de pastillas adentro. Me doy vuelta y beso a Marta en la herida de la cabeza.

‒¿Oíste? La Sofi va a venir. Por fin las cosas van a ser como tienen que ser. Mira este lugar, es un chiquero. Tengo que ordenar, por último limpiar los lugares donde vomitaste. No te preocupes, amor, no es tú culpa. Quédate un rato más junto a la ventana. ¿Te acuerdas de la banca? Ahí me enamoré de ti. Cuando llegue la Sofi quiero que nos vea bien. Quiero que sepa que estamos bien, a lo mejor así se queda con nosotros.

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