Y mañana será otro día

Y mañana será otro día

Rosa Pérez

21/04/2019

—Nunca llegué a saber su nombre.

Levanto la vista de la hoja donde no paro de hacer números, calculadora en mano, intentando recordar todas las operaciones que he hecho durante la tarde y que no he podido registrar en el sistema. Cuando internet cae, el mundo cae con ella, y la tragedia ha resultado en un descuadre de ciento sesenta euros que no sé dónde han ido a parar. Y yo, tonta de mí, no he anotado nada en papel.

La sueca tiene la vista clavada en el expositor de metacrilato donde los folletos turísticos, ordenados unos sobre otros, probablemente como sus viejos recuerdos, compiten entre sí: las diferentes actividades avasallan al extranjero para que acabe gastando mucho más de lo que tenía previsto. Está sentada en el sofá, con la espalda muy recta, en una postura incómoda y antinatural, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. A uno de sus zapatos le falta un tacón, aunque ella afirma que los compró así. Un moño de cabello gris enmarañado corona una cabeza regia, de cuello largo y piel fina, se diría que casi transparente. Me pregunto cuánto hace que no se peina. Dos discretas venas azuladas surcan su escote, ligeramente abultadas cuando ascienden, milagrosamente vivas aún. Rodea el cuello un collar de perlas irregulares de donde cuelga un pequeño camafeo que se abre y alberga unas cápsulas blancas. La vi tomarse una de ellas y hacerla bajar con un sorbo de algo que bebió de una petaca que sacó de su bolso roñoso. Es una imagen extraña la de esta anciana salida de otro siglo en un hotel de diseño.

—¿El nombre de quién? —pregunto por instinto. Y al instante me arrepiento, porque ahora puede que se ponga a darse bofetones en la cara, como hizo ayer hasta que consiguió tomarse la pastilla. O a llorar. O, peor aún, a lo mejor le da por hablar. Y yo tengo que averiguar antes de que venga mi relevo por qué me falta el dinero, o tendré que ponerlo de mi bolsillo, y este mes me va fatal. Todos va mal, pero este peor, porque las gafas del niño me han costado ochenta euros y he empezado a pagar la ortodoncia. Y, además, ¡yo no lo he cogido!

Entonces veo cómo se levanta, balanceándose a cada paso con su zapato imperfecto y se alisa la falda gris de tergal, dibuja una fría sonrisa en su cara pálida, sorprendentemente lisa, y me temo lo peor. Se acerca al mostrador, donde simulo buscar unos papeles, con la vista metida en el fondo de un cajón, pero ella espera, paciente, erguida, y no puedo alargar más la búsqueda, quizá unos segundos, suficientes para que se canse, pero me observa, lo veo por el rabillo del ojo, y desisto. Poso mis ojos cansados en ella, resignada a perder los últimos minutos de mi turno escuchando cosas que no quiero oír, en su español antiguo y oxidado, mientras intento recordar qué demonios ha pasado con el dinero.

—El nombre del polaco que me engañó. Me engañó.

Veo que va a empezar de nuevo con sus monólogos inconexos, pero algo en su mirada ausente mientras habla ha despertado mi curiosidad. Al menos, yo no soy a la única a la que han engañado. Ahora sí deseo escuchar su historia, con la esperanza de que sea peor que la mía, aunque es difícil superar que tu marido se fugue con tu hermana y te deje sola con un niño de diez años.

—Le di dinero. Le di mis joyas, todo lo que tenía en ese momento, y él juró por Dios que yo le había salvado, que no volvería a jugar nunca más, que había descubierto la vida de nuevo. Me besaba la punta de los dedos, se arrodillaba ante mí llorando de agradecimiento.

—¿Y qué pasó?—pregunto, ahora sí, muerta de curiosidad. Me he levantado de la silla sin darme cuenta, mi cuerpo se inclina ligeramente hacia delante, predispuesto a oír la confesión.

De repente, parece que la sueca recobra la lucidez. De cerca, diría que el color de sus ojos ha cambiado y descubro que sí tiene arrugas alrededor de los ojos y la boca. Traga saliva y se observa las manos nervudas, los dedos deformados, un único anillo de oro blanco dando vida a unas manos moribundas.

—Dejé mi dignidad en una habitación de un hotel de Montecarlo. La que salió de allí ya no era yo. Y él me engañó.

Quedan diez minutos para el final de mi turno. Empiezo a recoger mis cosas y meterlas en el bolso, aunque sé que no me podré ir hasta que se solucione el descuadre.

—¿Pero qué pasó, Inga?—Espero que tutearla le dé confianza para seguir, porque necesito saber qué pasó con el polaco. Mientras espero su reacción, veo un papel bajo la mesa: es el comprobante del datáfono de ciento sesenta euros, cobrados con tarjeta en vez de en efectivo. Suspiro aliviada y me dejo caer en la silla. Inga me mira, preparada para seguir cuando yo esté dispuesta a escucharla,

—Le hubiera seguido hasta el fin del mundo, agradecida de haber sido capaz de salvarlo. Me sentía feliz de sentir lo que sentía, pero cuando le vi en el casino de nuevo, con el diablo saliéndole por los ojos, gastando mi dinero, fui yo quien se quiso morir.

Mi compañera entra en el hotel con expresión tranquila, feliz, como si el turno de noche fuese el mejor del mundo.

—La caja está bien. Todo cuadra —le digo.

Inga se ha vuelto a sentar en el sofá minimalista y vuelve a clavar su mirada vidriosa en el expositor de folletos. Cuando paso por su lado, poso la mano en su hombro y le digo:

—Hasta mañana, Inga.

Ella no responde. Solo cuando cruzo el umbral oigo que susurra un quedo «Él me engañó», y yo solo pienso en llegar a casa a tiempo de darle el beso de buenas noches a Daniel.

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