Al principio fue una sospecha tenue como un viento de mediodía, pero conforme el tiempo pasaba, cada vez lo veía más claro. Era evidente que L . Z. tenía a alguien, una persona, no me atrevería a decir si encerrada o en libertad, con quien hablaba y a quien consultaba qué debía responder cuando le hicieran determinadas preguntas. Lo que confirmó mis sospechas fue aquel matiz de su discurso que por fin interpreté correctamente: no se trataba de arrogancia, sino de la presencia de aquel tercero. Estaba seguro de que eso era lo que hacía que sus palabras sonaran tan impostadas.

Cuando llegué a esa conclusión, me encontraba en mi oficina. La ventana estaba abierta por el calor, mientras que yo tenía los pies apoyados en la banqueta de madera. Para asegurarme de que mi idea era válida, probé a deslizarla por la grieta que la banqueta ya tenía entre sus tablones cuando me contrataron en la oficina. Vi, en efecto, que mi conclusión se deslizaba por la grieta sin quedarse atrapada y sin necesidad de empujarla. Tenía, pues, la cualidad más deseable en una verdad: la flexibilidad. Después, recogí los papeles que había esparcidos por la mesa y los amontoné en una esquina, sujetándolos con el pisapapeles.

Esa tarde el tiempo cambió de pronto hacia las ocho menos veinte, y el cielo radiante de agosto se oscureció tanto, que era evidente que una tormenta veraniega estaba al caer. Pero las nubes se contuvieron y la acera permaneció seca. Tuve suerte de que fuera así, y gracias a ello pude llegar a la casa de L . Z . con la orden de arresto en buen estado.

Incluso si la distancia que me separaba de mi destino se andaba fácilmente en menos de veinte minutos, decidí coger el autobús, que me dejó frente a una pastelería cercana. Una vez allí, sopesé las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer. Podría significar mi despido. El asunto podría, incluso, llegar al senado. Me daba igual. Cogí la calle que me llevaría a la casa y la doblé tres veces. Pude reconocer el portal por las fotos que había adjuntas en la carpeta que robé del Archivo Nacional.

Tan cerca como estaba de alcanzar mi objetivo, sufrí un vacile momentáneo. De pronto que sentí que aquella investigación, en la que había invertido mi tiempo y mi esfuerzo durante los últimos seis meses, nunca daría sus frutos. Nunca conseguiría desvelar el secreto de L. Z. Nunca conseguiría saber qué era lo que le había hecho irrumpir en el parlamento con cincuenta escaños para su partido. Nunca llegaría a entender de qué material estaba hecho el corazón que envolvía su piel. No obstante, me imaginé delante de él y no pude evitar sentir ganas de ponerle fin a todo de una vez.

Descendí, con paso decidido, las escaleritas que conducían a la entrada. Para abrir la puerta del portal, empleé la verdad sobre L . Z . que había encontrado horas antes: ya había comprobado cuán flexible era. Así, conseguí que adoptara la forma de la llave que sugerían las hendiduras de la cerradura, y la giré lentamente. Habiendo llegado hasta allí, sabía que ya no podría echarme atrás. Comencé a subir las escaleras.

Al llegar a rellano del sexto piso, llamé al timbre de la puerta izquierda.

-¿En qué puedo ayudarle?

De la misma manera en que uno piensa qué va a pedir cuando llegue su turno en una cola y va repitiendo la lista de productos mentalmente para ser capaz de pedirlos más rápidamente, yo me había preparado una coletilla que sonaba convincente: “Hola, buenos días. Mi nombre es Ricardo Martínez. Vengo a informarle de los últimos avances en fibra óptica que ha desarrollado mi empresa” Pero la recitación de mi mantra se vio detenida a medio camino por la cara de pocos amigos que ponía la joven que me había salido a recibir y por la sorpresa de ver que aquella persona, claramente, no era L . Z .

-Lo siento, no me interesa- dijo con un gesto elocuente, y cerró la puerta.

No comprendía qué había podido pasar. Mis fuentes de información eran fiables, y estaba convencido de que aquella era la casa de L . Z . Todos los indicios parecían apuntar a que fuera así: incluso su afición por la jardinería casaba a la perfección con los geranios del balcón del sexto izquierda. No me quedó otra que retirarme, derrotado. De vuelta en la oficina, probé uno o dos bombones que le habían regalado a González por su boda, pero ni su dulzor me alegró la tarde. Me quedé hasta tarde analizando todos mis movimientos, intentando averiguar cuál había sido mi error. Como no llegué a ninguna conclusión que valiera la pena, volví a casa a eso de medianoche.

Aquella noche dormí muy bien.

Al día siguiente, bien temprano por la mañana, cuando iba de camino al trabajo, miré al cielo más allá de las nubes. “La verdad” pensé, “tiene que estar sobre las nubes. Cada acción o pensamiento se eleva como un globo, hasta que toca las nubes. Allí es donde se guarda todo. Allí está la verdad.”

Han pasado quince años desde aquello. Aunque he resuelto muchos casos y ayudado a sacar a la luz decenas de verdades, todavía hoy miro atrás y recuerdo aquella investigación. L . Z . se tuvo que retirar de la política meses después porque se vio envuelto en un caso de corrupción, y su hijo le tomó el relevo. Yo, por un lado satisfecho, pero decepcionado por otro, me obsesioné aún más con la verdad, y desarrollé técnicas mucho más avanzadas que la banqueta para valorar la calidad de las verdades. Con los años, aprendí a resignarme y valorar más una verdad que la verdad. Y sin embargo, no ha sido hasta hoy mismo, hasta hace un rato, cuando he estado mirando fotos de aquella época, que me he dado cuenta. Estaba tan seguro de que L . Z . me abriría la puerta, que no fui capaz de ver más allá de mis narices. Quizá aquella mujer que me abrió la puerta fuera mi verdad, la verdad que yo buscaba. Pero eso ya no importa nada.

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