– ¡Basta! No quiero que me gritéis más. – me abrazaba cada vez más fuerte a mi peluche.

Papá que estaba al final del pasillo dejó el brazo a mamá y me miró. Recorrió en mí una sensación de frío por todo el cuerpo hasta helarme y paralizarme. Oí a mamá llamarle tantas veces como le permitió su voz rota, pero él siguió acercándose hasta llegar a la puerta de mi habitación. Pensé, Aurora eres tonta debiste cerrar con pestillo y esconderte debajo la cama, y entonces cerré mis ojos verdes inundados de lágrimas atemorizadas.

Me desperté sudada y temblorosa debido al recuerdo de mis nueve años, cuando aún seguía en casa. Cogí el champú, la toalla, la ropa y las zapatillas y me dirigí a la ducha de la playa Barceloneta. Eran pasadas las seis de la mañana, hacía mucho frío y viento. Me descubrí el cuerpo y encendí el agua. Cada gota me producía dolor cuando se deslizaba por mi piel. Una vez acabé pasó por el paseo un hombre joven, el típico que se levanta pronto para salir a correr antes de ir a trabajar, para mantener su salud o presumir de un cuerpo escandalosamente bien definido. Me piropeó y le contesté con algún insulto. Busqué en las maletas que tenía en las escaleras del paseo el monedero. Saqué algo de dinero para comprar un billete de metro.

Antes de entrar en la boca del metro me paré a mirar detenidamente el mapa de Barcelona, para ubicarme.

-Vale, calle Mallorca número 3, esto está aquí.

Mientras bajaba las escaleras mecánicas un desafortunado con prisa me golpeó.

-Eh tú, deberías tener más cuidado. – le grité enfadada. Pero cómo si no hubiera oído nada siguió su rápida marcha. – Imbécil.

En el metro iba tan apretada que ya estaba volviendo a sudar. Miré cuántas paradas quedaban, y calculé el tiempo que tardaría en bajar, me costaba respirar solo de pensar que debía estar más de media hora allí encerrada con esa muchedumbre. Para controlar la ansiedad, me concentré en adivinar las vidas o pensamientos de los pasajeros de mi vagón. Delante de mí sentada, se encontraba una señora de unos treinta y tantos años, vestida con traje y con un café en la mano izquierda y su móvil en la derecha. Parecía una ejecutiva importante de alguna multinacional. Fruncía el ceño varias veces cuando dejaba de teclear y enseguida soltaba un suspiro áspero y negativo devolviendo el mensaje. Tal vez, se trataba de una mujer dedicada plenamente a su trabajo, corrompida por la frustración de pensar que era el único cometido que tenía en esta vida. Podría ser que fuese más bien infeliz. No obstante, ¿quién era yo para juzgarla? Me escapé de mí casa a los dieciséis años, acababan echándome de todos los trabajos mediocres que me contrataban por mí conducta. A veces te echo de menos mamá.

Bajé del tren y pregunté por la calle en varias ocasiones dónde estaba el sitio que buscaba. Una vez llegué, me atendió una simpática recepcionista que me tuvo quince minutos en espera. Me entrevistaría un hombre de recursos humanos llamado Eric Munné, y más adelante me llamarían para confirmarme si el puesto era mío.

Caminé hasta llegar a una plaza pequeña, y me senté en un banco repasando las respuestas que había dado en la entrevista. Llegué a la conclusión por la expresión facial de ese Eric que no me daría el trabajo. Mientras estaba sumergida en mis pensamientos escuché cánticos provenientes de un grupo de mujeres con pancartas que se aproximaban al centro de la plaza. Algunos se dignaban a girarse para ver de qué se trataba. Me fijé en una de los carteles y ponía; las mujeres con discapacidad también tienen derechos. Interesante, pero no lo suficiente para detenerme allí mucho más tiempo, por eso me levanté y retomé mi camino. La situación en la que vivía era precaria, como de costumbre. Inspiré profundamente y me fui.

Esa noche había quedado con un viejo amigo que me daba cobijo en un piso que ocupaba.

– Hola Aurora, ¿de qué vas disfrazada? – me preguntó mientras me abría la puerta.

– De nada, pesado. – pasé al comedor.

– Echaba de menos ese carácter. ¿Con qué me vas a pagar la noche esta vez?

Lo miré con lástima y tal vez un poco avergonzada.

– Como siempre, no sé por qué haces la misma pregunta cada vez que vengo. – le respondí con cierta condescendencia.

– Para probar suerte, de vez en cuando te podrías dignar a darme dinero.

– No tengo, ya lo sabes. – abrí la nevera y saqué una cerveza.

– Espera señorita, antes de instalarte y ponerte cómoda, ¿qué me has traído? – me quitó la cerveza recién abierta y la dejó encima de la mesa. – dime que vas hacer feliz a este anciano.

– No creas que esta vez es muy bonita, pero toma– saqué de mi mochila una taza y un plato, eran los que robé de una cafetería de esa plaza.

– De acuerdo, de acuerdo, déjame ver. – se la miró un momento dándole un par de vueltas y ajustándose las gafas. – Para la colección, buen trabajo Aurora.

Abrió la nevera y cogió una cerveza, se sentó a mi lado y me acercó la mía, previamente requisada.

– Hija mía, ¿qué vas hacer con tú vida? ¿qué quieres, acabar cómo éste viejo?

No le respondí, me recoloqué en el sofá y observé la ventana.

Al día siguiente dejé las maletas en casa de Eusebio, el anciano, para no tener que cargarlas todo el día. Había quedado con el entrevistador, que por alguna razón decidió volverme a llamar.

– Buenos días. – me estrechó la mano con firmeza. – Pasa, pasa, por favor.

Pasé y me senté en la silla de delante de su mesa.

– Bueno, me imagino que sabrás porqué estás aquí.

– Lo único que se me ocurre es que me habéis dado el trabajo. – respondí con obviedad.

– Otra cosa no podía ser. Estás contratada Aurora, puedes empezar el lunes con la formación.

– Perfecto, allí estaré. – me levanté y le di la mano.

Eusebio y yo teníamos un trato, si yo conseguía un trabajo dejaba quedarme a vivir con él y así no debía quedarme en la calle durmiendo. Así que en cierto modo estaba contenta.

De camino a su casa pasé de por la plaza y ésta vez no había cánticos. Pensé que podría ir algún día a informarme ni que fuese sobre su acción social. Me senté otro rato en el mismo banco que el día anterior y me vino el recuerdo de mamá.

– ¿Aurora? – miró debajo de la cama.

– No, estoy aquí. – refiriéndome al armario de ropa.

– Cariño… – lloraba mientras pronunciaba la palabra. – ya no está, se ha ido, puedes salir.

Salí del armario y me abalancé en sus brazos llorando. Me cogió la cara para mirar si tenía golpes.

– ¿Qué te ha hecho el hijo de puta este? – vio el moratón y el labio que sangraba. Empezó a llorar desconsoladamente y me la quedé mirando sin poder hablar.

Dejé de pensar y se me ocurrió ir a darle la noticia al señor Eusebio.

Cuando llegué a su casa, piqué varias veces pero no hubo respuesta. Pensé que extraño, Eusebio es una persona que nunca sale de su hogar, no podría ser otra cosa, le había pasado algo. Llamé a la policía.

<< – Hola, mira llamo porqué creo que a un anciano que conozco le ha pasado algo, es muy mayor y no contesta al timbre.

– ¿Cómo te llamas? – me respondió un agente de policía.

– Aurora.

– Vale Aurora, yo soy Fernando, necesito que me des más información y te tranquilices.

– Mira el anciano se llama Eusebio, vive en la calle Mallorca 32 y tiene noventa y dos años, creo que tenía alguna enfermedad neurodegenerativa y no contesta al timbre. ¿Algo más? ¿Podrían venir a ver si le ha pasado algo?

– ¿No cabría la posibilidad que estuviera paseando, haciendo la compra, visitando a su familia?

– ¡No! No le gusta pasear. – él siempre dice que es de tontos pasear por pasear, no hay rumbo ni sentido. – La compra siempre se la llevan a casa y no tiene familia, sólo a mí.

– De acuerdo, de acuerdo, Aurora quédate allí y ahora enviaremos a alguien.>>

Colgó tan rápido que no pude preguntarle si tardarían mucho.

Estuve esperando más de cuarenta minutos, pero ya no soportaba la espera. ¿Y si se estaba muriendo? Cuando vi un vecino entrar, sin que se diera cuenta entré yo también, subí las escaleras y una vez llegué a su puerta empecé a porrearla cómo si no hubiera mañana. No había respuesta. El corazón me iba a mil por hora. La golpeé con mi cuerpo y todas mis fuerzas, pero no podía derribarla. Caí rendida en el suelo por el cansancio y rompí a llorar, como cuando era pequeña y papá se encerraba con mamá y solo se oían gritos y golpes.

Me llamaron al teléfono, era la policía que preguntaba por el piso. Vinieron unos tres y derribaron la puerta sin destrozarla excesivamente. Me levanté instantáneamente y entré mirando lado a lado, gritando su nombre.

Y allí estaba, en el suelo tumbado e inconsciente.

Fuimos en ambulancia los dos cogidos de la mano, aún no respondía pero si respiraba, eso era buena señal. Cuando le asignaron una habitación y acabaron de hacerle unas pruebas ya pude entrar a verle. Estaba despierto, ¡menos mal!, pensé.

– Eusebio, eres más duro de pelar que el acero. ¿Estás bien? – le pregunté acercándome y cambiando la expresión facial de cómica a seria.

– Hija mía. – empezó a toser un poco. – cuando se apaga la luz de una estrella, nace otra.

– ¿Qué quieres decir con eso? – me quedé extrañada, solo quería escuchar de su boca que estaba bien y que duraría muchos años más. – oye, ¿no estarás divagando por los medicamentos que te han dado? ¿Quién soy yo? – le señalé mi cara.

– Aurora, eres mi querida Aurora. ¿Te acuerdas cómo nos conocimos? – miró el asiento que estaba al lado de su cama, refiriéndose a que me sentara, que nos llevaría un rato.

– Sí señor Eusebio, me la has contado muchas veces.

– Pues una vez más, así me aseguro que la que pierde la memoria no eres tú. – esbozó una sonrisa. – Todo pasó cuando yo era más joven, dirigía mi propio negocio de hostelería y en ese entonces tenía mucha energía, porqué doce horas seguidas de jornada no las aguanta cualquiera. – me reí y le hice un gesto para que siguiera contando. – Entonces un sábado de estos que la faena era tan pesada y ya no aguantaba de pie, mientras cerraba el restaurante, te encontré pobre chiquilla, cogiendo comida de las basuras que tiramos. Me acerqué a ti y te dije… – me dio paso para que respondiera yo.

– Y me dijiste, ¿qué pasa que no has comido en meses? – me sacó un lagrima pequeña al verbalizarlo.

– Luego me acerqué a ti y te avasallé a muchas preguntas, hasta que me di cuenta que primero debía darte comida. Creo que tenías dieciséis años, una cría vaya. – me acarició la cara y volvió a toser.

– ¿Estás bien Eusebio? ¿Llamo a una doctora? – me medio levanté, pero al momento me hizo sentarme.

Cerró los ojos y me dijo, hoy se apaga mi luz pero nace la tuya.

– No te vayas, por favor, te necesito. – me apoyé en su pecho abrazándole.

– Nunca me has necesitado, a nadie, siempre has brillado con luz propia.

Después de ese día no volvió a despertar.

Te quiero Eusebio, aunque nunca te lo haya dicho. Todos los esfuerzos depositados en mí no serán en vano, te lo prometo.







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