Cáncer. De pulmón, concretamente, y en estado avanzado.

Las palabras dichas por el médico unos meses atrás seguían resonando en mi mente con rabia; rabia porque hacía tiempo que se lo habían detectado en una prueba rutinaria pero no le habían dado importancia y ahora ya solo quedaba luchar con el último cartucho de esperanza y la quimioterapia que poco a poco la iba matando.

Mi abuela, mi yaya, mi segunda madre… la que me había criado de forma estricta pero amorosa mientras mi madre trabajaba para sacar adelante a la familia. María, la señora que nunca había fumado y que más se cuidaba, que acudía a misa y que todo el mundo consideraba un ángel. Mi corazón dolía pero ella estaba dispuesta a intentarlo y a sonreír, a seguir dedicándose a los demás como había hecho toda su vida, y yo debía estar a la altura.

Era una mañana soleada y estaba cuidando de mi abuela; le leía mis apuntes de psicología y ella disfrutaba aunque no entendiese del tema, solo por el placer de que le hiciese compañía.

– Yaya voy al baño un momento, no te levantes ¿vale?

Asintió mientras seguía sentada disfrutando del sol que entraba por la ventana. Estaba lavándome las manos cuando lo escuché: el ruido que aún con el paso de los meses seguiría poblando mis pesadillas.

– ¡¡¿Abuela?!! –Corrí a la habitación, temblando ante el silencio que se había adueñado de la casa-

Mi abuela yacía tendida bocabajo mientras la sangre goteaba sobre el suelo de baldosas. Me agaché a su lado y vi que respiraba y que se quejaba en voz muy baja; con todas mis fuerzas grité pidiendo ayuda, con la esperanza de que mi tío, que estaba dando de comer a los animales, me escuchase.

– Abuela, aguanta, por favor.

Mi tío entró en la casa acompañado de una vecina y se agachó junto a mi abuela mientras yo llamaba a una ambulancia y les pedía que se diesen prisa. Logramos tumbarla de nuevo en la cama mientras llegaban los médicos y mi madre aparecía, blanca y temblorosa, temiendo por la salud de su propia madre.Recuerdo todo un poco borroso después de eso, como si hubiese estado en shock una vez que la adrenalina había desaparecido de mi sistema. Mi abuela tenía una fractura de pelvis y no recordaba haberse levantado pero ya no podría hacerlo más porque a partir de ese momento tendría que estar en cama… a partir de ese momento comenzaba la verdadera batalla contra el cáncer.

Dos meses después de la caída yo seguía sintiendo el peso de la culpa sobre mí; si no me hubiese ido de la habitación… Nadie me culpaba pero no hacía falta, yo misma me castigaba pensando en cómo había fallado. Recuerdo que un día el médico decidió mandar a un equipo especializado en cuidados paliativos para que atendiesen a mi abuela, que ya apenas podía moverse sin sentir dolor. Fueron muy amables y le pusieron una vía al cuello para que pudiésemos darle morfina, también le pusieron oxígeno porque sus pulmones empezaban a fallar.

– Me muero –me dijo mi abuela en cuanto nos quedamos a solas-

– No, te pondrás bien –le respondí yo-

– No voy a ponerme bien pero antes de morirme tenemos muchas cosas que hacer y tú tienes que ayudarme.

– ¿Qué tienes que hacer?

– Lo primero de todo quiero que escribas mi esquela y algo bonito que puedas leer en la Iglesia cuando sea mi entierro.

– ¿Cómo voy a hacer eso? ¡No puedo! Además, eso se hace después de morir no estando viva…

– Pero yo quiero que esté bien hecho.

La miré y vi la resolución reflejada en sus ojos azules como el cielo.

– ¿Por qué yo?

– Porque eres la escritora de la familia y porque cuando yo no esté tendrás que ser la que cuide de tu madre y del resto por mí.

Solo veía amor y confianza en ella, ¿cómo iba a negarme? Nos pusimos a ello y estuvimos casi toda la tarde, hasta que ella quedó conforme; yo no podía evitar llorar pensando que algún día iba a tener que leer eso frente a su féretro.

– Ven aquí, déjame peinarte –me pidió-

Tumbada junto a ella en la cama dejé que me peinase como tantas veces había hecho durante mi niñez y adolescencia; era algo que me calmaba y sin lo que no podía vivir. La noche cayó y mi abuela siguió contándome cosas que quería que hiciese, diciéndome dónde guardaba sus ahorros y qué le tenía que dar a cada uno de mis primos cuando ya no estuviese. Hubo muchos días así, de hablar, de estar con mi madre las tres juntas recordando buenos momentos, de comer chocolate caliente porque su diabetes ya daba igual, de darle helado y comer junto a ella, de leerle mis apuntes de psicología, de hablarle de amor… Y también de aprender a ponerle la medicación, manejar las agujas, las dosis de morfina que ya no funcionaban como el primer día… Hubo muchos días, pero no suficientes.

El día de su cumpleaños decidí tatuarme su nombre en la clavícula y mi corazón se estremeció al ver su alegría; no le gustaban los tatuajes, pero aquel le encantó y presumió durante todo el día de que su nieta menor se había puesto su nombre y que nunca se borraría. Ese día sus médicos nos dijeron que no iban a ponerle una vacuna que acababan de desarrollar para el cáncer de pulmón porque preferían que la muestra fuese más joven; lo entendí pero sentí que el tiempo se me escapaba de entre los dedos y que luchaba contra un gigante.

Mi madre y yo éramos sus cuidadoras porque el resto de la familia no se veía capaz de verla así, de ver cómo una mujer tan fuerte ahora yacía postrada en la cama pero llegó la Navidad y nos juntamos todos para cenar en la habitación con ella, para verla sonreír mientras su bisnieta, ajena a todo, armaba alboroto y jugaba. Ese día dejó que le hiciésemos fotos e incluso me disfracé de Papá Noel para regalarle un cactus hecho de ganchillo; a mi abuela le encantaban las plantas y ya no podía cuidar de su precioso jardín:

– Este cactus es para que lo riegues con sonrisas todas las mañanas –le dije-

Pocas sonrisas pudo dedicarle mi yaya a su cactus. Cada día que pasaba su debilidad iba en aumento junto con sus dolores; la morfina apenas hacía nada ya así que la opción que nos dieron fue la sedación terminal.

– Podemos sedarla pero ya no despertará más, solo será cuestión de días –nos dijeron los de cuidados paliativos-

Hablamos con ella y ahí demostró que seguía siendo la más fuerte: quiso la sedación. Todos nos despedimos de la mujer que era nuestro pilar de vida, aún con la esperanza de que pudiese despertar.

– Si en algún momento se queja a pesar de la sedación pueden ponerle esto –nos dieron una jeringa con un líquido transparente en su interior- Aumentará la sedación pero puede hacer que su corazón falle…

Ese día fue nublado para todos mientras le hacíamos compañía y velábamos su sueño. Después de cenar me quedé con ella mientras mi madre se iba a descansar un poco y entonces fue cuando lo oí: mi abuela se quejaba de dolor en voz casi inaudible. Llamé a mi madre pero ella se veía incapaz de hacerlo; años atrás había estado en la misma situación con su padre y aún se sentía culpable de haber puesto aquella inyección. Estaba sola con mi abuela y le cogí la mano hinchada por la medicación; le costaba respirar y seguía con dolores.

– ¿Qué hago, yaya? No puedo perderte, no quiero… -lloré-

Pasaron unos segundos hasta que noté algo, un leve apretón en mi mano y el leve parpadeo de los ojos de mi abuela, como animándome a hacerlo.

– No quiero despedirme de ti pero tampoco quiero que sufras, ¿qué hago? Dios, ayúdame –recé-

Otro leve apretón me decidió a coger la jeringuilla y prepararla. Mientras el líquido entraba en su organismo yo lloraba y deseaba tener el poder de curarla.

– Perdóname, yaya, te quiero –le decía-

El último sonido que salió de sus labios antes de regularse sus constantes y su respiración fue un suspiro, como si por fin hubiese encontrado la paz. Esa noche dormimos con ella mi madre y yo en la habitación y sobre las siete de la mañana nos levantamos, sintiendo que algo iba mal, que estaba todo demasiado tranquilo. Me acerqué rápidamente a mi abuela y le tomé el pulso, sin éxito: había fallecido durante la noche, en silencio y sin hacer ruido, discreta como solo ella sabía serlo porque no le gustaba quejarse ni molestar.

Su funeral salió tal como ella quería; vino un montón de gente porque era muy querida y logré leer lo que había escrito para ella. Al final, las paredes de la Iglesia resonaron con un aplauso en honor a la señora María, el ángel de todos que por fin volaba, como ella decía, como una pluma mecida por el viento.

La batalla había terminado y yo lloraba sentada en su cama por no haber podido derrotar al cáncer, por haber perdido, cuando de repente noté una sensación de calidez y vi que un arcoíris asomaba en todo su esplendor en el cielo recién despejado tras la lluvia. Ahí supe que ella me daba fuerzas, que en verdad no había perdedores, simplemente era ley de vida y yo debía hacer que se sintiese orgullosa de mí estuviese donde estuviese.

Dedicado a la señora María, mi querida yaya, que falleció en 2016 y a la que no olvido.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS