Una de cal, otra de arena

Una de cal, otra de arena

Marzo. Primer día de clases. La amplia galería de la escuela estaba inundada de adolescentes con sus impecables uniformes. Iniciaba un nuevo año escolar y, como de costumbre, tanto los alumnos, como los profesores, los directivos y los padres estaban expectantes frente a los hechos que acontecerían a lo largo del año.

Angelina Soler no era ajena a esa situación. Si bien había tenido la fortuna de conseguir trabajo recién recibida mantenía intacta sus ansias por enseña, a pesar de los veinte años transcurridos desde entonces. Esa mañana, vestía un trajecito de lino color gris con una camisa de seda rosa pálido. Los zapatos, clásicos y de charol negro, combinaban con un fino portafolio de cuero. La profesora de Geografía era una mujer inteligente y atractiva. Sus largos cabellos rubios y su sonrisa, siempre presente, la convertían en una persona cautivadora.

Su primer encuentro con el grupo de alumnos de Tercer Año del Bachillerato fue dinámico. Técnicas de presentación entre los compañeros, introducción a la Geografía Mundial, condiciones y formas de trabajo en el aula, directivas sobre comportamiento en clase … La hora pasaba rápido. Angelina explicaba mientras escribía en el pizarrón. Ella no seguía los esquemas convencionales de enseñanza. Avanzaba de acuerdo con los intereses de los alumnos utilizando recursos didácticos novedosos debido a su amplia experiencia en la didáctica de las ciencias sociales.

Durante la presentación de los estudiantes, llamó su atención un joven delgado, de cabello oscuro y llamativos ojos azules. Se sentaba solo, aislado completamente de los demás. Al advertirlo, la profesora se dirigió hacia él.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Angelina.

—Gonzalo López Puelles —respondió el chico.

Luego, se mantuvo ausente el resto de la clase.

Transcurrieron los días y, de a poco, Gonzalo, el joven que no hacía las tareas y se quedaba dormido en el banco, fue ganando la simpatía de sus compañeros. Ya no se sentaba solo y se había integrado al grupo. Ahora, el problema más grande era la falta de interés por el estudio. Angelina, ya había intentado atraerlo de varias formas pero aún no lo había conseguido. Un día, decidió designarlo “ayudante de clase”. Así, Gonzalo se sentaba junto al escritorio y actuaba como asistente de la profesora. Afortunadamente, desde entonces, su actitud cambió radicalmente. El joven se sentía a gusto con su nuevo rol en el aula y comenzó a trabajar con entusiasmo.

Por fin llegó el tan ansiado mes de septiembre y con él el letargo de los meses invernales quedó atrás.

En el ambiente escolar ya se sabía que, a partir de la primavera, las aulas de secundaria se ponían más “movidas”. Parecía que el mes de las flores traía consigo algo especial que distraía a los adolescentes y se volvían más dispersos y despistados que lo normal.

Previendo esas alteraciones, cierto día Angelina llegó al curso con un CD musical del grupo mexicano Maná. Inició la actividad haciendo sonar los acordes de la canción “Cuando los ángeles lloran”. El tema se relacionaba con la película que sus alumnos ya habían visto sobre la vida de Chico Mendes, un destacado personaje brasileño conocido por la defensa del medioambiente. Ni bien terminó la canción, Gonzalo le pidió a la profe escuchar el tema una vez más. Y así sonó dos, tres y cuatro veces hasta que el curso completo entonó su letra.

La clase fue entretenida y fructífera. Para sorpresa de la esmerada profesora, todos entregaron la tarea completa.

Angelina estaba feliz debido al interés demostrado por sus alumnos en el tema y por el cambio de actitud de su ayudante frente al estudio. Se despidió del grupo con una amplia sonrisa.

Aquella mañana de septiembre, como todos los días, el timbre tocó a las 7:30. Los estudiantes formaron en el patio, izaron la bandera y el director dio los buenos días para ingresar a los cursos.

Angelina se dirigió a Tercer Año, saludó a sus alumnos y comenzó a entregar los trabajos de la clase anterior. Pensaba felicitar especialmente a Gonzalo por su excelente labor pero no pudo hacerlo ya que estaba ausente.

No había pasado mucho rato, cuando escucharon que golpeaban la puerta con desesperación. Allí estaba Juan Pablo, el compañero de banco de Gonzalo. Angelina caminó hacia la puerta y la abrió.

—¡Está muerto! ¡Gonzalo está muerto! —dijo el amigo sollozando.

El curso entero quedó en silencio.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Angelina aturdida.

—Mientras veníamos a la escuela en bicicleta un camión lo rozó y al caer murió en el acto —respondió Juan Pablo con la voz entrecortada.

La confusión y la tristeza se apoderaron del curso. Gonzalo siempre sería recordado.

Angelina Soler era la profesora que entregaba todo en el aula, la que aprendía de la sabiduría de los jóvenes cuando los escuchaba, la que despertaba el interés y fomentaba la creatividad… Con estas palabras terminaba su discurso en el acto de fin de año: “Hoy puede ser un día lleno de sinsabores e impotencia, mañana lleno de alegrías y satisfacciones; pero la tarea docente no es aburrida, es un constante desafío”

Todos sabían que ese año había sido, más que nunca, ejemplificador.

(Esta historia está basada en un hecho real. Sólo se modificaron los nombres de los personajes.)

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