Docentes rurales

2, 3, 5 Y 6. Esas eran las edades de mis niños cuando inicié mi postergada carrera como Docente de Nivel Medio. Comencé como suplente en un pueblito de zona desfavorable a 60 km de mi ciudad. No había medios de transporteque me llevaran hasta allí por lo que empecé viajando en remiss hasta que en la escuela me avisaron que no cobraría por un buen tiempo pues la provincia estaba inmersa en una gran crisis económica y debía sueldos desde hacía más de 6 meses. Entonces opté por hacer dedo o “autostop”.

Salía de mi casa a las 5 horas (madrugada)para llegar al trabajo a las 8. Caminaba en medio de la oscuridad aproximadamente 2 km en una ruta en la cual no me animaba a hacer dedo porque era demasiado transcurrida desde distintos puntos del país. Llegaba hasta un cruce y allí sí hacía dedo a los autos, nunca a los camiones pues también me despertaban cierto recelo.

A la luz de las estrellas lucía mi guardapolvo blanco en pleno invierno, no me ponía abrigo arriba para que de lejos se viera que era docente y no hubiese confusión al respecto.

Un día, el reloj marcaba las 7 horas y aún no se había detenido nadie, estaba desesperándome puesto que debido a la crisis antes mencionada, a los suplentes que no asistían al trabajo se los despedía sin mediar palabras, y yo necesitaba ese trabajo con gran urgencia. No podía perderlo.

En eso dobló en el cruce un camión deteniéndose sin que yo le hiciera seña.

Me asustó pero el temor a ser despedida era mayor. Me acerqué hasta el vehículo, se bajó el acompañante y me instó a subir. Eso me aterrorizó aún más. Me senté en medio del chofer y del acompañante.

Al cabo de unos minutos, el acompañante sacó una escopeta de abajo del asiento y se la apoyó entre las piernas. Mi corazón parecía a punto de explotar.

Los dos hombres comenzaron a charlar de modo jocoso y en código, se reían y movían el arma de aquí para allá.

Yo estaba petrificada del terror. El sudor chorreaba por mi frente.

Cuando de repente se largaron a reír con sendas carcajadas explicándome que vivían al lado de la escuela y me veían siempre haciendo dedo y quisieron gastarme una broma. ¡Vaya broma!

Al menos ese día llegué temprano porque me llevaron hasta la escuela.

Fue pasando el tiempo y me compré un R 12, usado, viejito pero funcionaba.

Al principio me llevaba mi esposo mientras me enseñaba a conducir, pero un día se cansó, me tiró las llaves en la cara y me dijo: ¡Ya estás lista, ándate sola!

Respiré profundo y ascendí al vehículo. Lo demás fue rutina. ¡Una rutina llena de aventuras!

Para llegar a la escuela debía pasar por otro pueblo aún más pequeño, el cual no tenía barreras de ferrocarril que señalaran el paso del tren.

Era una zona inundable por lo tanto a la mañana temprano había mucha neblina, casi no se podía ver nada. Un día llegué hasta ese paraje y solo por costumbre frené, pues no veía absolutamente nada, justo al frente de las vías por donde pasaba ese tren enloquecido. Creo que ese fue un día de suerte.

Me salvé solo por unos segundos.

Otro día, ya de regreso, el volante no me respondía, quería doblar y no había forma, tuve que dar una vuelta inmensa por medio del campo para poder entrar al pueblo. Inmediatamente fui al mecánico para ver qué sucedía.

Éste, después de revisarlo, me miró y exclamó: ¡Señora, en este viaje su copiloto era Dios! Se le cortó la dirección, podría haberse matado.

Después de este suceso decidí venderlo y comprarme otro R12, usado pero un modelo más nuevo.

Era el mes de febrero, época de exámenes. Viajábamos en mi auto con dos profesoras, cuando de repente se nos llenó el interior de un humo negro, horrible.

Estacioné en la banquina y bajamos rápido. Marina, una de las docentes, acostumbrada a ayudarle al esposo camionero, enseguida abrió el capot para ver que no hubiera fuego.

Mientras nosotras ventilábamos el auto, nos miramos sorprendidas y al unísono nos preguntamos: ¿Y Mónica, dónde está?

Mónica, la otra profesora, corría por el medio de la ruta unos 50 metros adelante, nunca entendimos cómo se pudo asustar tanto y correr tan de prisa.

Cada vez que nos acordamos de ese suceso, morimos de la risa.

Y así fui pasando de aventura en aventura hasta que en 2001 pude trasladar todas las horas cátedras a mi ciudad.

Siempre nos vemos con mis colegas viajeras y nos deleitamos con estos recuerdos.

Las docentes de zona desfavorable corremos muchos riesgos pero nos importa más la educación que les podemos llevar a esos niños que nuestra propia seguridad. ¡Viva la educación pública! ¡Vivan los docentes rurales y los de zonas desfavorables!

Sonia Martínez

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