Desde que trabajo en casa me obligo a salir e ir a un sitio nuevo una vez al mes. Este no era uno de esos. Este era repetido, pero era uno de esos a los que me gustaba volver. Me quedé embobada contemplando esa imagen llena de vitalidad y mezcla de emociones. Sentía admiración, alegría, ternura y muerte anunciada. Pena, también. Todavía nos aferramos a la vida como si no aceptáramos su ciclo natural, pese a los años de asistir a la misma asignatura: la vida y la muerte. Allí estaban, como dos gigantes enseñando al mundo tan solo con su presencia todo lo que su camino ha podido guardar en cada arruga, en cada pestañeo, en cada vaivén del viento en su rostro. Y ellos sin saber cuánta sabiduría desprenden.

La verdad es que uno de los protagonistas que observaba en aquel cuadro no era un gigante, era una giganta. Una era Carmen. Y Carmen era hija, era madre y ahora era abuela. Y era de mirada penetrante y de sonrisa fácil. Contagiosa. De sus rizos cortos de permanente y color castaño y avellana, y dientes ligeramente separados. Mi abuela Carmen no caminaba, se deslizaba por Barcelona como quien no toca de pies a tierra de forma voluntaria. Y eso que no era de ciudad precisamente, pero la vida la había llevado a vivir un poco alocada y a madurar pronto: fue madre a los diecisiete. Tuvo dos hijas y se fue con una mano delante y otra detrás a París, como tantos españoles en la postguerra, a buscar un futuro mejor para su familia de tres.

Carmen era intensa. Tanto te soltaba un achuchón y te cocinaba un plato favorito en un plis-plas, como te gritaba uno de esos insultos que nunca podré olvidar (“malasorra” era mi favorito, sobre todo porque ese nunca me tocaba a mí). Y del cabreo que hacía temblar el mundo pasaba a liberar la risa a carcajadas que le causaba observarse a sí misma escupiendo palabrejas envenenadas por cualquier estupidez. Eso también lo heredó mi madre. Me di cuenta hace poco. Eso y la risa, que esa parte también me tocó heredarla a mí.

Así pasábamos los veranos. Yo embobada detrás de mi abuela en la costura, en la cocina, en el huerto. El único momento en el que no era su sombra era cuando llovía. Me quedaba mirando por la ventana esperando mi deporte favorito: salir con ella y con su cesto de mimbre a por caracoles. Me encantaba meterlos en la canasta y una vez en casa liberarlos y huir de los gritos de Carmen trapo en mano. Siempre he tenido un aprecio especial por los caracoles. Me merecen todo mi respeto. Quizás porque los veo vulnerables a cualquier pisotón despistado. Aunque para mí son seres mágicos. Y de espíritu nómada, como yo. Igual es eso, que los veo maestros del nomadismo y me siento un poco caracol. Pero hoy venía a hablaros de gigantes.

El otro gigante, ese sí que era enorme. Y no era una persona, era un árbol, más concretamente un Ginkgo biloba. Desde siempre me fascinaron sus hojas, en forma de abanico, como el de mi abuela. Y mientras ella se abanicaba yo la imitaba e imaginaba que esas hojitas crecían y se convertían en alas para volar. Y no me fascinan sólo por eso, sino porque este árbol es un fósil viviente, un símbolo de paz y esperanza, pues fue el único superviviente de nada más y nada menos que de Hiroshima. Tiene tantos apodos y propiedades como insultos graciosos tenía mi abuela.

Hoy Carmen tendría ochenta y cinco años y me gusta fantasear sobre cómo serían ahora sus arrugas marcadas por la risa y su vida desde ese día, poco antes de celebrar mi séptimo aniversario, en el que alguien decidió que con apenas cincuenta y siete años debía marcharse. Yo estoy segura que decidió convertirse en árbol. Y a cada Ginkgo que veo sonrío y pienso “cuánto he volado”.

Y no puedo estar más de acuerdo con Dante Amerisi. Los caracoles también son gigantes, pues se comportan como tal. Se mueven despacio, lenta y pesadamente, sin importar su tamaño. Y llevando su casa a cuestas, se dan el lujo de vivir donde quieren. Por eso, cuando vean que viene un caracol, no lo atrapen, mejor ábranle paso.

Hora de volver a mirar el mundo a través de mi pantalla de ordenador. Eso sí, desde cualquier lugar.

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