—Mami, ¿me subes?

Su madre lo agarra por debajo de las axilas y finge ser incapaz de levantarlo, cómo pesas, cada día estás más grande, cualquier día me vas a tener que llevar tú a mí, y los dos se ríen porque mamá siempre hace la misma broma. Por fin se lo sube a los hombros y Daniel, como un periscopio, otea el mar de cabezas que lo circunda.

El niño está contento porque su madre está contenta. Antes mamá no hacía bromas ni se reía casi nunca. Hoy van los dos con la cara pintada. Hacía mucho que mamá no se pintaba, aunque antes solía hacerlo a menudo y a Daniel le gustaba mirarla porque le hacía gracia cómo se le abría la boca cuando se pintaba los ojos. Desde que su padre se fue a trabajar a Barcelona, su madre ha dejado de pintarse y a Daniel le parece que está mucho más guapa.

—Hoy nos vamos a pintar la cara de morado —ha anunciado su madre antes de salir de casa.

Daniel ha protestado porque a él no le gusta el morado y ella le ha dicho que es el color del feminismo, le ha explicado lo que es y ahora el morado es su tercer color favorito después del rosa y del verde. También se han pintado las uñas por iniciativa de Daniel.

El niño nunca ha visto a tantas personas juntas. Hay gente delante, detrás y a ambos lados. Sobre todo, señoras como su madre, aunque también hay algunos señores y otros niños como él. Muchos llevan pañuelos morados y banderines como el que enarbola Daniel, aunque hay un grupo con capa roja y gorro blanco. Todo el mundo se mueve muy despacio, como en las procesiones de Semana Santa, y da la sensación de que lo hicieran todos a una. Su madre le ha explicado que eso se llama manifestación: mucha gente junta para protestar por algo. A Daniel lo que más le gusta es que van por la carretera y no importa, aunque normalmente por la carretera no se puede ir.

De vez en cuando alguien empieza a gritar «¡Un bote, dos botes, machista el que no bote!» y Daniel se tiene que agarrar a la cabeza de su madre cuando todo el mundo empieza a dar saltos, pero los dos se ríen. También gritan «¡Tranquila, hermana, aquí está tu manada!», y Daniel se pregunta si tendrán todas la misma hermana.

Cuando un grupo empieza a gritar, los demás se suman, incluida su madre. También hay muchos carteles, morados y de otros colores. Daniel está aprendiendo a leer en el colegio, así que cuando se cansa de mirar a la gente, que es todo el rato la misma, se pone a intentar leer los carteles.

N-O-S-O-Y-U-N-P-E-R-R-O-N-O-M-E-S-I-L-B-E-S

N-O-N-A-C-Í-M-U-J-E-R-P-A-R-A-MO-R-I-R-P-O-R-S-E-R-L-O

N-I-U-N-M-A-C-H-I-S-T-A-C-O-N-D-I-E-N-T-E-S

Daniel se inclina para hablarle a su madre al oído.

—Mami, ¿qué es un machista?

Ella intenta hacerse oír por encima del griterío.

—¿Te acuerdas de lo que era el feminismo?

Daniel se acuerda más o menos, pero dice que sí.

—Pues lo contrario. Alguien que cree que los hombres y las mujeres no pueden hacer las mismas cosas.

Daniel piensa en Irene, que nunca le deja jugar a la comba en el recreo porque dice que es de niñas. ¡Qué machista! A él le gusta jugar a cosas de chicos también, pero todos los días haciendo lo mismo se aburre y, además, Irene es la niña más maja de la clase. Y también la más guapa de todas.

—Ni un machista con dientes.

—¡Ni un machista con dientes! —repite su madre.

Daniel observa otra pancarta.

N-I-M-I-C-H-I-S-M-I-N-I-F-I-M-I-N-I-S-M-I

Eso no lo entiende.

—Ni michismi ni fiminismi —dice en voz baja, y entonces se da cuenta de que es como cuando mamá y él juegan a hablar con la misma vocal.

—¡Muy bien, Dani! ¡Ni michisimi ni fiminismi!

—Ni michismi ni fiminismi —canturrea Daniel, moviendo la cabeza de un lado para otro, percutiendo la cabeza de su madre como si fuera un tambor—. Ni michismi…

Daniel cierra la boca cuando ve a una señora mirándolo. No está seguro de si ha hecho algo mal y le da miedo que le riñan, pero entonces la señora sonríe y Daniel sonríe también.

Ve una pancarta con un texto muy largo. Tiene que leerlo varias veces para entenderlo bien.

E-S-T-O-Y-H-A-S-T-A-L-A-S-T-E-T-A-S-D-E-F-R-E-Í-R-T-E-L-A-S-C-R-O-Q-U-E-T-A-S

Daniel se ríe bajito. Le encantan las croquetas; sobre todo, las de la abuela. Desde que su madre y él viven en casa de los abuelos, cena croquetas todas las semanas. Se pregunta cuándo volverá su padre de Barcelona. Le echa de menos, pero solo a veces, y en casa de los abuelos mamá y él están muy a gusto. Duermen en la misma cama.

Ve a lo lejos una pancarta muy grande y con las letras muy gordas. Esas son las que más le gustan. También tiene una frase larga.

N-O-E-S-T-A-M-O-S-T-O-D-A-S-F-A-L-T-A-N-L-A-S-A-S-E-S-I-N-A-D-A-S

—¡NO ESTAMOS TODAS, FALTAN LAS ASESINADAS!

Lo ha dicho más alto de lo debido sin darse cuenta. Muchas cabezas se vuelven para mirarlo y se ríen. A Daniel se le llenan los ojos de lágrimas y se tapa la cara con las manos para que no le vean, porque su padre siempre se ríe de él cuando llora y no quiere que se burlen de él todas esas señoras desconocidas.

—¡No tengas vergüenza! ¡Necesitamos más hombres como tú!

—¡Eso es! —dice su madre, apretándole las piernas con las manos—. Dale, Dani.

Su madre repite la consigna para animarlo y a la suya se unen cada vez más voces.

Madre e hijo son como una antena que irradia poderosas ondas concéntricas, que reverberan y se amplifican y en su avance hacen enmudecer el resto de cánticos, de modo que todas las voces parecen gritar como una sola.

Daniel le pone a su madre las manitas en la cara. Se asusta al notar humedad en las mejillas, pero cuando su madre se gira hacia él Daniel ve que está sonriendo. El niño agita el banderín y le devuelve la sonrisa.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS