Un día conocí a una pirata que navegaba en furgoneta y su nave se encontraba varada
en un parking. En tierra, aunque cerca del mar, aguardaba a que alguien le ayudara
con el arranque, de su vehículo y de su vida, dado que había sufrido un pequeño traspiés. El motor principal, llámase así o llamase autoestima, estaba atascado y precisaba
de cuidados.

Ambra, o Ambar en castellano, no quería reconocer su dependencia y fragilidad debido
a su carácter de corsaria. Aún no sabía que es necesario ser muy valiente para mostrarse débil. Criada en la autosuficiencia y entrenada a ser fuerte no veía, no quería, sentir
su flaqueza. Le era más sencillo desenvainar la espada que enfrentarse a su reflejo
frente al espejo.

Italiana, morena de piel, de ojos, de pelo y andares. Ambra caminaba sin mirar atrás
y sus pasos la precedían. Su aura llegaba a los lugares antes que ella por lo que su entrada era esperada y aplaudida. Mas ella no era capaz de verse a sí misma tras sus gafas de sol y sus botas reforzadas. Tatuada, rapada y andrógina*, como los seres completos, gozaba de la noche y de lo que ella pensaba que era su libertad. Sabía moverse entre tiburones y, si era necesario, emitía cantos de sirena. No le afectaban los brebajes ni los continuos sabotajes. Enamoraba su desapego y atraía su tormenta. En las turbulentas mareas de la hostelería se sentía como pez en el agua.

Pez, si también era pez, pues al igual que su nombre era de un mineral, su actitud era de una anfibia camaleónica que podía sumergirse en las profundas noches conteniendo la respiración vital.

Ambra desenvainaba cada mañana su espada para luchar contra la pereza que su condición de nocturnidad le traía en cada ocaso acompañándola hasta la madrugada. Conocía bien su rumbo pero no usaba brújulas y varias veces quedó a la deriva confundiendo la noche con el día. Así que, mientras su barco seguía fuera del agua, decidió abordar un galeón-garito por una temporada con la excusa de obtener unos cuantos doblones aunque lo único que sacó en claro de esa travesía fueron nuevos magullones.

Allí hizo creer que se enamoraba de todo aquel malandro que atravesaba su camino cuando realmente lo que hacía era distraer su destino. Se acostaba con supuestos capitanes que al despertar no llegaban ni a grumetes. Su corazón y su cuerpo les gritaban “déjalos y vete”.

Un día oteando desde la proa le pareció ver a dos delfines que, al estar en tierra, se habían transformado en mastines. Ambra abrió su camarote para acoger a las enormes criaturas y, sin ser muy consciente, también estaba abriendo su mente. Ahora dedicaba su esfuerzo a alimentarlos percatándose de que carecía de rutina, que su alma y nevera estaban vacías. Al tener a su cargo a otros seres recordó cuidarse a si misma. Ya no le costaba levantarse pues aprendió a nadar a favor siguiendo a los delfines-mastines. No tenía tiempo para vacuos festines.

Ya, con la fuerza de la que despierta, se subió al palo mayor y observó horizontes afines. Y así fue que Ambra consiguió ver dónde estaba su tesoro, que nada tenía que ver con piratas, galeones, o antros dispersos.

Su joya más valiosa no estaba en ninguna bodega ni se llegaba a través de atajos-borracheras. Era ella su piedra preciosa. Era ella su capitana, su brújula, su timón. Recordó quien era ella y se alegró un montón.

Ambra descubrió cuanto brillaba al sol, cómo la cincelaba el viento y lo sencillo que era fluir con las olas. Cambió ruido por silencio y complicación por simpleza.

Armó velas y levó ancla.

Si te apetece escuchar 😉

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