Miedo.

Miedo era la sensación que recorría todo su cuerpo cuando escuchaba la llave girar en la cerradura de la puerta y, a su vez, las preguntas de rigor golpeaban en su cabeza produciéndole un torbellino de sensaciones; “¿cómo estaría hoy?, ¿tendría ya motivos para enfadarse con ella?, etc.”. “Tranquila, aún no ha dado tiempo para eso”, se decía a sí misma en un intento de auto tranquilizarse. Otro día más, ya está aquí, ya está de vuelta en casa. Su cuerpo tiembla, no sabe con qué se va a encontrar hoy ni lo que le depara el día, interiormente sólo le pide al cielo un poco de calma. Le saluda, le sonríe, parece que hoy tiene un buen día, parece que no habrá tormenta.

Después de unas horas, comienzan las nubes. Hoy también ha hecho cosas mal, parece que hoy también va a recibir gritos, aunque tiene la esperanza de que sólo sea eso, gritos. Las manecillas del reloj han avanzado y parece que las cosas están más calmadas, ha conseguido hablar con él y tranquilizarlo un poco. Ella se va a la cama, sólo quiere poner fin a ese día, el agotamiento físico y psicológico no pueden pasar ya desapercibidos. ¡Qué ingenua! Era todo parte de su estrategia de aparentar calma y, que ella creyera, que lo peor ya había pasado, pero eso sólo ha servido para darle más tiempo a él y que pudiera coger más fuerza. Aparece a los pocos minutos en la habitación, tira la ropa de la cama al suelo dejándola a ella a su merced. Comienza el ritual, es casi diario: gritos, empujones, agarrones, bofetadas, más gritos, puñetazos (algunos fallidos acaban en la pared pero otros resultan certeros). A ella le falta el aire, no puede respirar. Él la mira y verla así todavía le da más fuerza; continúa, ya la tiene arrinconada y encogida en una esquina. A ella sólo le pasa una cosa por la cabeza, podría decirse que en los últimos meses se ha convertido en una especie de mantra para ella: “que el próximo golpe sea certero, tan certero que me mate, porque si esto es vida yo no quiero seguir viviendo.”

Cuando la madrugaba entraba, y se respiraba un poco de silencio, era el momento perfecto para realizarse preguntas a sí misma y cuestionarse el porqué de todo: “¿Por qué sigues aguantando?, ¿Qué has hecho tan mal para merecer este castigo?, ¿Por qué no cuentas lo que estás viviendo?, ¿Hace cuánto tiempo que comenzó esta situación, cuál fue el momento exacto? ¿Cuándo dejaste de ser tú? ¿Dónde está tu fuerza y valentía? etc.”. Eran cuestiones reiterativas que siempre acababan con las lágrimas recorriendo su rostro y con su corazón todavía más encogido. Miedo y vergüenza eran las respuestas a las que no quería enfrentarse: miedo a las consecuencias que ocasionaría si lo contaba o si huía, vergüenza por admitir en voz alta que una persona como ella (con carácter fuerte y rebelde por naturaleza ante las injusticias) estaba sometida a él, viviendo situaciones que nunca hubiera creído. Con sólo imaginar la posibilidad de ser señalada como víctima, y poder generar algún tipo de compasión en el prójimo, sentía pavor. No, no era de la clase de persona a la cual le agrada que los demás sientan lástima por ella. “¿Cómo no van a sentir lástima de mí si ni yo misma me puedo mirar sin avergonzarme?”, pensaba mientras el reflejo del espejo le devolvía una imagen que no reconocía pero que le partía el alma en pedazos. Todos sus días se habían convertido en una pesadilla, donde el desasosiego, la congoja y la incertidumbre le hacían compañía. Sin tener certeza de cómo ni cuándo su vida había llegado hasta tal punto, sí que era consciente de que esa situación le suponía una enorme carga interior, y se sentía completamente sola y desprotegida ante la magnitud y crueldad de todo aquello. Quería contarlo, quería pedir ayuda, ¡se moría por hacerlo!, pero el miedo y la vergüenza nunca son buenos aliados en estas situaciones y siempre que se disponía a hacerlo le frenaban.

Una mañana de invierno, después de pasar toda la noche y la madrugada enzarzados en una discusión en la que ella recibió toda clase de regalos negativos (verbales y físicos), tuvo que presenciar como destrozaba no sólo objetos personales de ella, sino también cómo destruía la casa en la que vivían. Fue en ese instante cuando se dio cuenta de que los instintos de supervivencia estaban aflorando en ella, y que sería capaz de matarle por proteger su propia vida; “Pero, ¿si le mato, aunque sea en defensa propia, qué vida me espera? La justicia no me dejará impune, y lo peor es que ¡tendré que vivir con ello sobre mi conciencia el resto de mi vida! Me niego, tiene que haber otra opción, no puede ser elegir entre él o yo. ¡Tiene que haberla!”. Inmediatamente, como si de un milagro se tratase, una fuerza interior de origen desconocido le llevó a plantarle cara, a levantarse, a decir ¡basta! Le gritó como él hacía, esta vez se defendió, intentó parar sus golpes, aunque con todo esto sólo consiguió empeorar las cosas. Él cogió un cuchillo y fue hacia ella, le dijo que se cortaría las venas para que ella viviera con la culpa el resto de su vida, pero ella sabía que eso sería un acto demasiado valiente para él, y él era un cobarde, sabía que sus intenciones eran volver al forcejeo para clavárselo a ella y poder alegar “defensa propia”. Ella, sin fuerza física ni mental ya, con la cara ensangrentada por los golpes recibidos y lágrimas en los ojos, le suplicó: “mátame ya”. A él le brillaron los ojos en ese momento y le preguntó que si de verdad era lo que quería, ella volvió a repetir: “mátame ya”. Pero a él no le gustaba complacerla, así que decidió seguir golpeándola.

De repente, la imagen de sus seres queridos vino a su mente y en cuestión de segundos ya ocupaban todos sus pensamientos; deseaba abrazarlos, estar con ellos. Sentirse en casa era una sensación que consideraba infravalorada por la sociedad pero para ella, que siempre había sido sinónimo de protección, alcanzó el máximo de su valor en ese instante, lo que le llevó a cuestionarse: “¿qué pensaría mi familia si me encontraran muerta? No, no puedo hacerles eso, no puedo permitir que alguien así destroce para siempre a mis seres queridos, eso no podría perdonármelo nunca a mí misma”. Así que con todo eso en la mente…se escapó como pudo y corrió. Corrió tan rápido que sentía que el tiempo se había detenido para darle ventaja en el caso de que él saliera tras ella. Cada paso que daba sentía que se alejaba más de aquel infierno y que recibía un poco más de aire. “¡Oh, aire!”, pensó. No recordaba un momento de su vida en el cuál se hubiera sentido más viva que en ese y, sin darse cuenta, sonrió.

Sin ser consciente en ese momento, ella se había otorgado el regalo más grande que podría haberse hecho nunca: su libertad.

Dicen que lo que no te mata, te hace más fuerte. ¡Qué valiente fuiste saliendo de allí! Porque “VALENTÍA” fue tener la fortaleza suficiente para alejarte a pesar del miedo, fue decidir dar el paso y convertirte en una mujer libre. Hoy puedes decir que eres una superviviente, levanta la cabeza y estate orgullosa de todo lo que has vivido, porque gracias a todo eso hoy eres quien eres, y por si no lo sabes: eres una mujer maravillosa.

TRANQUILA PEQUEÑA, YA ESTÁS A SALVO.

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