Solo quien ha visto de cerca el mundo espiritual, el que encontramos tras la muerte, entiende la diferencia entre el miedo y el horror.

Yo lo descubrí en mi juventud, después de cumplir los dieciocho.

Era marzo de 1985, inicio del invierno en Aquitania, Colombia.

Fue la segunda noche como vigilante del campo santo “La inmaculada”, el único del pueblo. Mi primer trabajo después de terminar la escuela. El cementerio era amplio, con tintes barrocos, lleno de simbolismos y de un enorme valor patrimonial; era obra de un célebre arquitecto boyacense que se esmeró en dejarlo como legado antes de perder la batalla con la cirrosis.

En la entrada, dos enormes columnas de mármol destacaban por los bellos grabados del árbol de la vida que parecían abrazarlas, y en su cima, desafiándose con la mirada, una pareja de esculturas de cronos, dios del tiempo, sosteniendo cada una la hoz bajo sus alas.

Tras unos pasos, recorrías un camino de piedra color terracota, pincelado con las hojas muertas de los guayacanes sembrados a lo largo del mismo. Se veía como una galería natural, un túnel de follaje amarillo y verde que apenas dejaba escurrir algunas lágrimas del sol.

Al terminar, encontrabas una fuente de granito con dos liras esculpidas en el centro, y dos manos angelicales aparentando tocarlas; tras ella, las bóvedas y los osarios, tres bloques de medianos edificios equidistantes, llenos de lapidas negras y letras blancas. Rodeándolos, en un laberinto circular, decenas de criptas con cruces, frases de amor, epitafios y esculturas religiosas.

Al final, en los límites posteriores del cementerio, los muertos más antiguos, las fosas, castigadas por el tiempo, cubiertas de maleza.

Todo empezó a mitad de la noche, cerca de la 1:00 am, el frío era soportable y una incipiente neblina cubría cada espacio. Estaba sentado, terminaba un crucigrama y bebía café, cuando la única bombilla de la pequeña caseta de vigilancia parpadeó repetidamente; y a su vez, en el radio, la voz del locutor dejó su nitidez, cambió de golpe, se transformó en una voz aguda, metálica, repetía un estribillo incomprensible. Al escucharla, una sensación desconocida me obligó a apagar el radio con un movimiento brusco, de inmediato la bombilla dejó de fallar.

Fue allí que lo escuché; un lamento, tétrico, penetrante, rítmico, provenía del centro del cementerio. Sentí una punzada, un cáustico hormigueo que me invadió y logró arrastrarme a un estado de vergonzante cobardía, tuve miedo a la oscuridad, nunca lo había tenido; mi piel fue víctima de un inagotable escalofrío que solo terminó al oír el estruendo de un vidrio quebrado, retumbó claro y fuerte, opacó al lamento. Luego, silencio.

Recuperándome del impacto intenté razonar, pensé en saqueadores de tumbas, en ritos satánicos, en brujería, hasta en un animal herido. Una pizca de valor me empujó a tomar mi linterna y hacer un recorrido al cementerio. Aún me arrepiento. Transité el camino arbolado con las piernas temblorosas, las formas de las ramas parecían mirarme, y el viento entre las hojas era igual a mil suspiros.

La niebla y la noche cambian la perspectiva, todo parece flotar. Caminé entre el laberinto de criptas con la sensación de ser observado, con la piel erizada, aferrado a la luz de la linterna esperando no encontrar nada.

Al llegar a la fuente de granito pensé en regresar a la caseta, pero cuando iluminé las liras y las manos, pude ver por el rabillo del ojo un rápido movimiento tras los osarios; una figura blanca que contrastó en la oscuridad y con el brillo de la linterna reflejado en las lapidas negras.

Escuché de nuevo el quejido, más claro, cercano, lacerante, como un llamado de agonía.

Moví la lámpara por instinto…No debí hacerlo. Al verla, mis músculos se paralizaron. Descubrí el horror. Era una niña, arropada en una pequeña sábana blanca que se difuminaba en la niebla. Tenía el cabello negro a la altura de los hombros. Estaba de espaldas, arrodillada y parecía escarbar en el suelo con desesperación.

Recuerdo todo en un lento movimiento perpetuo. La niña se detuvo de improviso y giró su cabeza para mirarme. Una corriente eléctrica atravesó mi columna y se regó por el cuerpo; un frío singular, como nunca antes ni después sentí, cristalizó mis huesos. Su rostro estaba vacío, sin ojos, sin nariz, sin boca. Luego, estiró la mano hacia mí y escuché su lamentó.

El horror me permitió correr. Corrí intentando gritar el credo a todo pulmón, pero sentí puñados de ceniza en la garganta, asfixia, la lengua hinchada. Me desmayé al llegar a la caseta. Desperté aún tembloroso, llorando como un niño. Me encerré para orar bajo la luz de la bombilla hasta el amanecer.

Ya en casa, después de dormir un par de horas, narré la historia a mi abuela. Pudo ver en mis ojos el miedo y la verdad. Me brindó su sabiduría de 80 años.

Ingresé al cementerio en la tarde, mucho antes de mi horario nocturno. Fui directo tras las bóvedas y los osarios, al sitio de mi encuentro fantasmal. Mi abuela tenía razón. Bajo el pastizal y la maleza encontré su tumba. Había muerto a los ocho años, en 1965. “Amada hija y hermana” se leía. No quiero repetir su nombre.

Limpié su tumba, pinté su lápida desgastada con nuevas letras blancas, dejé un ramo de azucenas, encendí un cirio, e inicié la novena de las almas.“Ella necesita no ser olvidada”, dijo mi abuela.

En la tercera noche reinó el silencio. Recuerdo el tenue brillo de la luna creciente, la quietud de los árboles, la ausencia del viento, la neblina de siempre. Fueron 313 noches vigilando el cementerio, pequeños fragmentos se escapan, se los traga el tiempo.

Solo la segunda noche se enquistó en mis sueños, como un huésped recurrente que trae la imagen de su rostro vacío y no me permite olvidar.

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