«Agitar bien antes de usar» rezaba la advertencia que, escrita en finas letras blancas, resaltaba sobre la negra caja sobre la que estaba grabada. La caja, de forma cilíndrica, que unos minutos antes descansaba en el suelo del callejón, reflejaba la luz de las farolas devolviendo unos destellos azulados de fondo marino.
Agitar bien antes de usar, nada más. Ni cerradura ni bisagras ni siquiera un fino resquicio, nada contenía aquél objeto salvo la escueta y misteriosa inscripción. Blunt, notando en las manos el calor que desprendía, lo levantó por encima de la cabeza para examinarlo a la luz de las farolas buscando en él algún elemento que pudiera arrancarse o forzarse, sin embargo, parecía estar construido en una única pieza, como tallado en mármol, inaccesible. No obstante, sabía que algo se escondía dentro. No era un presentimiento, podía oírlo, sentirlo. Sentir cómo algo lo llamaba desde dentro. Algo que quería salir.
Cri, cri, cri…
Blunt echó una rápida ojeada al callejón y al comprobar que estaba solo guardó el misterioso objeto en el bolsillo de la chaqueta, junto al cigarrillo que no se había fumado, y se refugió en el calor que desprendía la puerta trasera del Mayer’s.
– ¿Dónde has estado, chico? No han parado de entrar clientes; no damos abasto – dijo el viejo Mayer al ver entrar a Blunt.
– He salido a fumar, señor – respondió Blunt escondiendo el cigarro sin prender.
– ¿A fumar? – dijo Mayer acariciándose la barba – No hueles a tabaco, chico.
– Es uno muy suave – se apresuró a contestar Blunt sorprendido por el preciso olfato de Mayer.
– El tabaco es tabaco – dijo encogiéndose de hombros – ¡No te quedes ahí plantado! Vuelve al comedor cagando leches.
– Sí, señor – dijo Blunt enmarcado ya en la luz que se colaba por la puerta que comunicaba el salón con la cocina.
El Mayer’s era un restaurante familiar que habían construido y regentado los padres del viejo Mayer antes que éste. De decoración sobria y casi inexistente, el encanto del local, que contaba con un buen puñado de borrachos fieles que poblaban la larga barra de bar, residía en la simpatía y las dotes culinarias de Leny, la rolliza mujer sureña de Mayer, y la habilidad de este para contar historias. Cada noche, al cerrar la cocina, cuando ya se habían ido las parejas y las familias respetables y solo quedaba la fauna autóctona de borrachos habituales, el viejo mesonero apagaba las luces del salón dejando como única fuente de luz los débiles reflejos anaranjados de los fluorescentes de la barra sobre la cual se congregaba una audiencia ebria de historias y alcohol. Era un ritual que constaba siempre de los mismos pasos y siempre en el mismo orden: Leny cerraba la cocina, se despedía de los parroquianos con un «hasta mañana, chicos» y de Mayer con un «no los asustes demasiado esta noche, querido» a lo que el mesonero, que ya había apagado las luces y se dedicaba a lustrar la larga barra de caoba, respondía con un gruñido cariñoso. Entonces alguien, el que estuviera más ebrio, le pedía al mesonero que contase una historia. Aquella noche fue Beef, un joven rubio cuyas mejillas sonrosadas eran producto de la ingesta masiva de cerveza como celebración por haber encontrado al fin empleo.
– Cuéntanos alguna historia Joss – dijo Beef con la pronunciación de alguien a quién le faltan dos cervezas para olvidar su propio nombre.
– Todas las historias son iguales, Beef. Oída una, oídas todas – contestó como lo hacía siempre el viejo Mayer, sin levantar si quiera la vista de la barra.
– Cuéntanos la de la bella Dánae – dijo Reyner agitando su enorme jarra de cerveza.
– Yo quiero oír la de la chica que se pierde en el bosque – apuntó Whall.
– Esa es la de la bella Dánae, idiota – le reconvino Dard – No les hagas caso Joss, cuéntanos la de Clint y las sombras del oeste.
– Está bien, está bien, muchachos – dijo el viejo Joss agradecido por el entusiasmo de su público – Decidíos por una – sentenció de buen humor.
– La bella Dánae – gritaron Reyner y Whall.
– El talonario sin fin – gritó Brin.
– Las sombras del oeste, cuenta la de las sombras del oeste – vociferaba Dard.
Blunt, que estaba absorto en la perfección sin aristas del objeto que reposaba en su regazo, no vio cómo el viejo mesonero, extrañado por el silencio del muchacho, se acercaba al taburete en el que se encontraba, haciendo oídos sordos al creciente griterío de los parroquianos que discutían entre ellos por ver qué historia era mejor y por tanto debía ser contada.
– Muchacho – le dijo a Blunt con una sonrisa sincera. – ¿Hay alguna historia que quieras escuchar?
– No es justo, yo lo pedí primero – se quejó Beef.
– ¿Una historia? – dijo Blunt sorprendido al ver al mesonero tan cerca de él, tan cerca de la caja.
– Sí, chico. Hoy elegirás tú. ¿Qué te parece? – dijo el viejo Mayer mientras le servía otra jarra a Reyner.
– Blunt, ¿has oído alguna vez la historia de la bella Dánae? – intentó persuadirlo Whall.
– Miles de veces, Whall. Siempre pides la misma – contestó Blunt mientras escondía la caja en uno de los bolsillos del pantalón, haciendo reír al resto de parroquianos con su respuesta.
– ¿Y bien? ¿Alguna de princesas y magia? o ¿alguna de valerosos caballeros y mazmorras? – inquirió el mesonero.
– ¿Caballeros? ¿Princesas? – caviló Blunt en voz alta – ¿Conoces alguna sobre objetos misteriosos?
– ¿Objetos misteriosos? – repitió Mayer mientras se rascaba la poblada barba.
– El talonario sin fin puede considerarse un objeto misterioso. Casi mágico, ¿verdad? – propuso Brin.
– Estaba pensando en otro tipo de objeto, – le cortó Blunt – como una caja, por ejemplo.
– ¿Qué tipo de caja? – quiso saber Mayer.
– Una que parece no poder abrirse pero que está llena – contestó Blunt.
– ¡Esta si que es buena, chico! No estarás pensando en cometer algún delito, ¿verdad? – rio Reyner complacido de su propia broma.
– Conozco una historia, – comenzó Mayer – que me contaron hace ya muchos años y que creo que no os he contado aún – una exclamación de sorpresa invadió el local – Una historia sobre una caja sin cerrojo pero que está cerrada, una caja sin llave ni cerradura pero que puede abrirse, una caja maciza y sólida que está llena.
Blunt notó cómo se agitaba la caja en su bolsillo, como si supiera que hablaban de ella. Algo dentro lo sabía y Blunt sabía que lo sabía.
Cri, cri, cri…
– No hay mucha gente que la haya visto – continuó Mayer – pero los que lo han hecho cuentan que es el objeto más bello que han tenido en las manos. «De un negro más oscuro que la noche y reluciente como una puesta de sol», así se la describe. Solo una inscripción puede leerse en ella: «Agitar bien antes de usar».
– ¿Agitar bien antes de usar? – preguntó Dard.
– Es lo que dice la leyenda – dijo Mayer encogiéndose de hombros.
– ¡Qué estupidez! – dijo Beef.
La caja volvió a agitarse en el bolsillo de Blunt. Podía oírlo todo.
Cri, cri, cri…
– ¿Qué sucede si se agita? – preguntó Blunt.
– Quizá sea una especie de lámpara mágica – apuntó Brin.
– No exactamente, Brin – dijo el mesonero – Algo hay dentro de ella, sí, pero no concede deseos.
– ¡Qué estupidez! – repitió Beef.
La caja se agitó ahora con fuerza, con brusquedad, nerviosa. No le gustaba Beff.
Cri, cri, cri…
– Y si no contiene ningún genio, entonces ¿qué? – preguntó vacilante Whall.
– No lo sé – reconoció el viejo mesonero apenado pues se jactaba de conocer de principio a fin la mayoría de las historias.
Los parroquianos, concentrados en sus jarras, guardaban un silencio sepulcral solo interrumpido por el entrechocar de las jarras contra la barra entre trago y trago. Blunt seguía en su esquina, sosteniendo la caja que ahora estaba quieta. Estaba a punto de agitarla cuando Beef habló.
– Joss, pon una jarra para todos que invito yo, ¡qué demonios! Al fin y al cabo, ahora tengo trabajo – dijo Beef que recibió los cumplidos y agradecimientos del resto de clientes del bar – Y cuéntanos otra historia.
– ¿Otra historia? – preguntó Mayer que solía contar una historia por noche.
– Sí, otra. La historia de la caja, no te ofendas, era una mierda – sentenció Beef.
– A mí me ha gustado – dijo Reyner.
– ¡Si ni siquiera tiene un final! – protestó Beef.
– Eso es cierto – se lamentó Mayer.
– Además, ¿una caja que está llena pero que no puede abrirse? ¿Para qué demonios sirve una caja así?
Cri, cri, cri..
– ¡Basta! – gritó Blunt sacándose la caja del bolsillo.
Todos le miraron asombrados, como si hubieran visto un fantasma.
– ¿Es la, es la…?- dijo Brin.
– ¡No puede ser! – dijo Reyner.
– Chico, no me digas que está caja es… – dijo Mayer con temor.
La caja seguía agitándose en la barra, furiosa.
– ¿Dónde la has encontrado? – preguntó Mayer.
– En el callejón, cuando salía a fumar.
– ¡Santo cielo! ¿Por qué no me lo dijiste antes? – quiso saber el mesonero.
– Vamos, ¿por qué os ponéis así? – preguntó Beef divertido – No es más que una estúpida caja.
Al oír las palabras de Beef, la caja se detuvo en seco para más tarde orientarse hacia donde este estaba. Aunque no poseía ojos, Beef pudo notar cómo esta lo miraba fijamente, con un odio que no había sentido antes.
– Está, está, me está mirando – gritó Beef y todos dieron un paso atrás – Esa cosa me está mirando.
– Dime chico, no la habrás agitado ¿verdad? – preguntó Mayer.
– Yo solo quería saber qué contenía – se apresuró a responder el muchacho.
– ¿La has agitado? – volvió a preguntar Mayer.
– Quería saberlo. Saber qué había dentro.
– ¡Contesta! – vociferó el viejo mesonero.
– Sí, pero solo un poco – se derrumbó Blunt.
– ¡Maldita sea, chico!
– No dijiste que fuera malo hacerlo, no lo dijiste – se defendió el chico.
– Sacad esa cosa del local – dijo Beef que no podía desviar la mirada de la caja – Sacadla de aquí, que no me mire más.
– Rápido,Brin, coge la manta que tienes detrás. Vamos a intentar cubrirla. Whall, Reyner, en cuanto Brincubra la caja lanzaos sobre ella – ordenó el mesonero.
– Sacadla – seguía gritando Beef.
– ¡No! Deteneos. Yo la encontré, es mía.
– Chico, recapacita. No sabemos qué hay dentro pero no parece amigable.
– ¡No! No la toquéis.
– Lo siento chico – dijo Mayer e hizo un gesto a Brin para que lanzara la manta sobre la caja. Sin embargo, Blunt, que estaba más cerca llegó antes que ellos y alzando la caja por encima de su cabeza la agitó con todas sus fuerzas.
De la caja emanó una luz violeta que se esparció por todo el local llenándolo por completo, rivalizando con el naranja de los fluorescentes. El ruido incesante se hizo ahora más audible: cri, cri, cri. Beef ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de que unas garras lo partieran por la mitad. Whall, Brin, Dard y Reyner no corrieron mejor suerte. Sus cuerpos quedaron tendidos en el suelo de madera, manchados de sangre y cerveza.
– ¿Qué has hecho chico? – dijo atónito el viejo Mayer tras la barra.
– Ser yo mismo – dijo Blunt encendiéndose el cigarro que guardaba en el bolsillo – Ahora cuéntales a todos esta historia.
Blunt se perdió para siempre entre las sombras del callejón.
Cri, cri, cri.
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