El 4 de febrero de 1528, casi a la media noche, el teniente a cargo del Galeón Andalucia, llamó a la puerta de mi habitación con una noticia estremecedora, el Capitán Fernando Adolfo Avellaneda yacía en su lecho de muerte y pedía por la santa unción. El encrespado mar sacudía el enorme navío intentando empujarnos a lo profundo de sus aguas. Al llegar frente de la cama del capitán me sorprendió contemplar las ruinas de lo que en un pasado fue aquel magnífico líder. Su semblante apenas era el de un miserable, débil y arrepentido hombre devorado por sus pecados. Antes de morir, el capitán, con los ojos cubiertos en lágrimas, nos confesó haber sucumbido ante la avaricia y permitido que un grupo de mercenarios al mando de Hernán Cortés subieran al barco la aberrante escultura dorada de un demonio Maya que el conquistador había adquirido cinco años atrás en la región del Mayab.

En cuanto pudimos cubrimos el cuerpo del Capitán con sus propias sábanas y con un rápido y silencioso funeral lanzamos su cuerpo al fondo del océano. No podía dejar de pensar en aquella verdad que nos confesó como su último pecado. Intrigado por aquel misterio me adentré bajo cubierta donde yacía el cargamento. Habrán pasado dos horas o diez, no lo sé, el tiempo se me fue como agua entre los dedos, pero tras buscar en todos los rincones y escondrijos al fin la encontré, era la magnífica escultura de una serpiente fabricada totalmente de oro y diamantes. Me quedé paralizado observándola fijamente por un largo rato, más que aberrante, me pareció sumamente asombrosa.

El mar comenzó a comportarse extraño a partir de ese momento. Un cúmulo de nubes grises viajaba casi siempre sobre nosotros. Algunas de las mujeres de los altos mandos estaban al borde de un colapso nervioso, pues aseguraban entre rumores que el teniente Florentino Aguilar carecía de experiencia y liderazgo para sustituir al difunto capitán y mantener a flote un navío de tales proporciones. Por mi parte, yo trataba de concentrarme en mis deberes, como único misionero franciscano abordo mis obligaciones eran simples, oficiar la misa cada séptimo día y compartir el catecismos a un grupo de esclavos indios. Tras pasar un tiempo considerable conviviendo entre ellos fue evidente que en mí creció un interés más profundo por sus creencias que de ellos hacia las mías, en especial con Ikal, un brujo Azteca que parecía contener una sabiduría muy profunda sobre su pueblo. Dichas expresiones de interés me fastidiaban en un momento de fragilidad moral cuando me cuestionaba la benevolencia de mi Dios al arrebatarme de la manera más feroz la vida de mi amoroso primo Bartoloméo con quien me había embarcado a la aventura del nuevo continente hacía varios años atrás.

Una noche nuestro sueño fue interrumpido por gritos de histeria proveniente de la cubierta. Al llegar arriba noté que la gente se había reunido entorno al primer oficial Mariano Beltrán, su rostro estaba tan pálido como la misma luna, temblaba de pavor, apenas podía pronunciar una que otra palabra sin sentido y entre murmullos o alaridos describió la figura de una abominable serpiente surcando el mar entre los relámpagos de una tormenta lejana. Creí que aquel incidente no pasaría a mayores y atribuí su delirio a la falta de sueño provocada por el reciente cambio de jerarquías, sin embargo aquel no fue un caso aislado, pues muy cercano a aquella noche la misma horrida figura dejó sin habla a los vigías, cuando sus delirios se diluyeron no pudieron hacer más que comparar a la criatura marina con la dorada bestia que moraba en lo profundo del barco. Al escuchar estas declaraciones, los demás tripulantes se desconcertaron pues no entendían a lo que se refería, ya que habíamos decidido mantener en secreto la existencia de tan magnífico tesoro por motivos de seguridad. Llenos de curiosidad y miedo los tripulantes descendieron hasta la ubicación de la escultura para contemplar el glorioso reptil de oro.

No mucho tiempo después, un marinero muy joven cayó enfermo, y al igual que el primer oficial, tuvo visiones terroríficas de un gigantesca serpiente negra que lo observaba desde la oscuridad. Al poco tiempo una docena de personas le siguieron en su camino a la tumba, la enfermedad consumía de poco en poco la energía de los navegantes. Primero les causaba brotes de histeria y agresividad debido a fuertes dolores en sus extremidades, seguido de esto se derrumban en sus camas completamente empapados en sudor, con su piel llena de pústulas negras. Al volver en sí, tras largos periodos de sueño, nos exigían entre sollozos que finalizáramos con su angustia. Algunos poco conseguían recordar entre visiones la mordedura de una ponzoñosa serpiente negra atribuyéndole su sufrimiento al condenado ser dorado. Gota, plaga bubónica, posesiones demoníacas, jamás había visto nada igual, sin embargo la simple idea de atribuir semejante pesadilla a una inerte figura de oro me parecía completamente ridícula. Inmediatamente descarté aquello y los conminé a implorar al señor Dios todo poderoso su perdón.

Sabía que la única persona que podía ayudarme a aclarar mis dudas era aquel decrépito brujo esclavo al que pronto llevé hasta el fondo del barco frente a la antigua deidad, pero al contemplarla, el indio comenzó a recitar de inmediato lo que asumí eran algún tiempo de rezos o compleja brujería de protección.

—Usukún—pronunció el sabio—la serpiente de la perdición.

Y aunque aquella perversa escultura no pertenecía directamente a sus deidades como yo hubiera creído, el viejo Ikal conocía de sobremanera el poder de la serpiente, por lo que rogó y suplicó que le permitiera retirarse de inmediato.

Cuando trato de recordar los acontecimientos posteriores me es difícil separar la realidad que creo haber vivido contra los estragos del delirio colectivo que comenzó a apoderarse por completo del ánimo en general. La desesperada situación dividió inmediatamente a la tripulación en dos bandos, aquellos que deseaban el destierro a los océanos de la monstruosa figura contra los que temían que aquella acción sólo desencadenaría una mayor miseria. La enardecida turba llegó a un acuerdo por votaciones, y aunque no todos quedaron felices por el convenio, muy para mi sorpresa la gran mayoría votó a favor de conservar la pagana imagen. Sin embargo la desdicha no había hecho más que comenzar pues para antes del mediodía tanto la esposa como los dos pequeños hijos del médico y militar portugués Theodor Alfonso de Souza habían caído aniquilados a causa de la despiadada enfermedad, no pasaron ni dos horas cuando el sonido de cinco cañonazos consecutivos de un arma de fuego atravesaron mis despedazados nervios. El prodigioso doctor consumido por la cólera había disparado contra el vientre de su amante concubina a la que culpaba de haber lanzado al mar la antigua escultura del demonio Maya, acción que causó, según su nublado juicio, la muerte de sus seres queridos. Seguido de esto el fragmentado individuo disparó contra sí mismo, arrancándose la existencia sobre el ensangrentado suelo de madera.

La cuaresma ya había comenzado, aquel miércoles de cenizas el personal se rebeló contra el teniente Florentino quien se encerró en el camarote del capitán junto con su mujer e hija. Algunos soldados y grumetes intentaron hacerse con él pues aseveraban que el nuevo capitán y sus oficiales habían tenido problemas para encontrar la ruta y la gigantesca embarcación navegaba sin rumbo desde hacía varios días. El contramaestre fue puesto inmediatamente en custodia y tras lanzar varios golpes y amenazas lo único que logró fue encontrar su muerte encadenado semanas enteras al mástil. Pocas noches después el teniente Florentino escapó del camarote, soltó las balsas y huyó con su familia.

Todo el vino estaba picado, los quesos, cecinas y bizcochos abordo se habían enmohecido o descompuesto, todas las aves murieron y los pocos animales aún vivos eran un par de cabras que quedaban reservadas para los altos mandos por lo que estaba prohibido que fueran sacrificadas. La situación se volvía cada vez más crítica y el golpe que derribó por completo nuestra realidad provino directamente desde los océanos, cuando las redes de los desesperados pescadores capturaron tan solo los restos y órganos de peces putrefactos. En un último intento por conseguir alimentos, mi corazón dio un vuelco inesperado al descubrir entre los restos despedazados de los peces la brillante figura de la mítica serpiente dorada.

El puñado de soldados que quedaban en condiciones de servicio abandonaron toda posibilidad de orden, algunos oficiales y astilleros se hicieron fácilmente del control total del barco. La obsesión de la tripulación por la dorada criatura creció a niveles enfermizos, se había colocado al centro del galeón donde se le rendía culto y ceremonias todos el día. Sabía que podía encontrar la solución a nuestros problemas al comprender todos los misterios que encerraba, podía pasar días enteros traduciendo e investigando los reducidos códices que tenía a la mano pero al poco tiempo la respuesta me llegó de labios de Ikal el indio, quien me aseguró que debíamos ofrecer un sacrificio.

Una tormenta nos sacudió de improviso, preparé sin demora el ritual bajo la mentoría del brujo azteca frente a la vista de una docena de entusiastas. Estaba completamente dispuesto a entregar mi vida. Me recosté en el suelo frente a la serpiente dorada, bebí el embriagante brebaje y me dispuse a recibir el metal de la daga que atravesaría mi corazón. Estaba seguro que en aquel momento de valentía encontraría la paz, pero en la oscuridad de mis pensamientos vi sus ojos, colmillos y lengua bífida. Sentí su toxina envenenado mi sangre y solo existió un temor infinito que se apoderó de mi voluntad. Me levanté e intenté huir, pero mi acto de pavor no hizo más que encolerizar a los presentes que exigían el derramamiento de mi sangre. La multitud comenzó a insultarme, golpearme, escupirme e intenté defenderme, sabía que solo había una forma de tranquilizar su sed. Empuñé con fuerza la daga y con un brusco golpe atravesé el cuello del brujo azteca bañando la estatua con su sangre.

El infierno se ha apoderado del Galeón Andalucia, los enfermos han sido lanzados al mar, mientras que los rebeldes sufrieron una muerte más digna al ser fusilados por decenas, sin embargo, a diferencia de los enfermos, su carne y órganos han sido aprovechados como alimento. El viento sopla cada vez más despacio y los cadáveres arrojados al mar vuelven a emerger de vez en cuando entre la espesa neblina.

Girolamo de Sahagún.

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