Hoy por fin ha salido el sol. Y hoy es un gran día para mí. Porque hoy empiezo a darme cuenta de las cosas.Hoy empiezo a recordar. Estos van a ser mis primeros recuerdos.
Estamos en un patio. El sol me da calorcito y ganas de sonreír. Conmigo hay varios niños. Jugamos. Enseguida me doy cuenta de que yo soy el pequeño.
—¡Tadeo, venga, corre!
Tadeo. Ese debe de ser mi nombre.
Son tres niños y dos niñas. El mayor se llama Isra. El más pequeño es Toñín. Al mediano lo llaman todos Manolín. Las niñas se llaman Susanita y Paloma. Parecen mayores que Toñín. Y más pequeñas que Manolín e Isra.
¡Soy el pequeño de una familia numerosa!
Eso supone muchos privilegios: Todos se pelean por cogerme en brazos y jugar conmigo. Y comemos pan sin parar.
Somos una familias a la antiguas nuestros padres apenas nos hacen caso. La que nos cuida es una tata que se llama Inés.
Debo caerle mal, porque no hace ni caso. Hace como si no me viera.
También los regaña por jugar conmigo. Les dice que no se encariñen.
¿Por qué no?
Supongo que como ella es una antipática y nada cariñosa, es de esa gente que no quiere abrazar a nadie ni decir palabras bonitas.
Susanita se ha sentado en el suelo ylleva un rato leyendo cuentos en un libro. Pasa las páginas y de vez en cuando se atranca al leer. Paloma y Toñín están sentados junto a ella escuchando.
—¡Tadeo, ven aquí a leer el cuento! —dice Susanita.
Toñín se levanta y me lleva en brazos hasta allí. Vamos mirando los dibujos del libro mientras nuestra hermana sigue leyéndolo.
Ojalá algún día yo también sepa leer.
***
Hoy me he dado cuenta de algunas cosas. He intentado hablar, pero no ha habido manera. Quería protestar.
Mis hermanos se han ido al río. Yo he tenido que quedarme en el patio.
Todo ha empezado cuando Susanita me ha cogido en brazos.
—¡Tadeo, vámonos al río!
Pero Inés no ha tardado ni medio segundo en intervenir.
—¡No podéis llevarlo!
—¿Y por qué no?
—¿Es que quieres que se escape?
—¡Cómo se va a escapar!
—… ¡he dicho que no!
Y ahí he querido protestar. Pero de mi garganta solo ha salido un ruido horroroso. Todos se me han quedado mirando.
—Encima lo alteras. ¡Y eso no es bueno para él!
—¡Tiene nombre! ¡Se llama Tadeo!
—Eres tonta.
Susanita se ha echado a llorar mientras Inés me cogía y me arrancaba de los brazos de mi hermana.
—¡Esto es un despropósito!
De lejos he oído a Israel.
—Susanita, vamos.
—¡No quiero!
—Verás cómo nos vamos a arrepentir. Le estamos cogiendo mucho cariño y…
Y al final Susanita se ha callado y se han marchado todos.
Me han dejado solo todo el día.
Y me he dado cuenta de que no soy como ellos. Debo ser un retrasado. Y por eso les da miedo que me escape si me sacan de casa. O a lo mejor les da miedo lo que piense la gente de mí.
Sentí vergüenza. Y me sentí muy solo. Quise llorar, pero solo me salió aquel sonido horrible.
Ojalá hubiera ido con ellos. Ojalá hubiera podido ir y mirarme en el agua.
***
Ya casi está atardeciendo. Por fin oigo a los lejos las risas de mis hermanos. Me olvido de que me han dejado solo. No hay rencor ni vergüenza. Corro hacia ellos y Susanita me toma en sus brazos.
—¡Tadeo! ¿Nos has echado de menos?
Pero no me atrevo a intentar hablar otra vez. No quiero asustar a nadie con mis sonidos.
Casi al instante aparece Inés. Susanita saca un trozo de pan del bolsillo y me lo acerca.
—¡No puedes darle pan!
¿Por qué me odia tanto?
—¿Por qué no?
—Ya lo sabes. ¡Te lo advertí!
Y vuelve a arrancarme de sus brazos y a dejarme en el suelo.
—Os prohibo que le deis comida o agua.
Pero Susanita se enfrenta a ella:
—¡Eres una bruja!
El sonido del bofetón en la mejilla de mi hermanita corta los jadeos de su rabia. Todo queda en silencio, salvo por un lejano canto de grillo.
Furioso, me lanzo sobre Inés para morderle la pierna. No puedo evitar que se me escape ese horrible ruido de niño monstruo.
Inés me da una patada tan fuerte que salgo despedido.
Siento vergüenza. Dolor. Y humillación.
—¡Todos adentro!
Isra se lleva a Susanita. Ella llora y entre sollozo y sollozo se le escapan varios «Tadeo».
Yo me aguanto las lágrimas. Planto los ojos en una pluma blanca que está a unos metros de mí, en el suelo, sucia y pisoteada. Mis hermanos cenan dentro, yo estoy a oscuras en el patio.
Y no parece que nadie vaya a ir a consolarme.
***
Y llega la mañana siguiente. Mis hermanos salen al patio. Pero solo los niños. Están nerviosos.
—¡A que no te atreves! —le dice Isra a Manolín.
—El que no se atreve eres tú. Y menos Toñín.
Inés sale con una cesta.
—Pues el que iba a hacerlo eras tú —replica Toñín—. No sé por qué te escaqueas. ¿Es que te vas a mear en los pantalones?
Inés se acerca a los niños.
—¿Quién lo va a hacer?
Los niños se miran. Manolín hincha el pecho.
—Yo.
—Venga, tráelo —ordena Inés.
Manolín se me acerca.
Hoy no me ha dedicado ninguna caricia ni me ha dado pan. Cuando me coge ni siquiera me mira.
—Ponlo en el escalón.
Manolín obecede. Me tumba de lado en un peldaño de piedra.
Tengo miedo. Muchísimo miedo. Algo me avisa de que todo va a ir mal.
Muy muy mal.
Inés saca un cuchillo de la cesta. Un cuchillo enorme. Un destello me ciega durante un instante cuando la luz del amanecer se refleja en la hoja; se lo tiende a Manolín.
Empiezo a revolverme.
Isra y Toñín tampoco hablan. Forcejeo. Manolín me aprieta fuerte. Me sujeta la cabeza con la mano que tiene libre e inmoviliza mi cuerpo con la rodilla. Su cuerpo tiembla.
Pero no tanto como el mío.
—Intenta hacerlo de un tajo, con fuerza —dice Inés—. Así no se enterará.
Manolín sigue silencioso. Yo me revuelvo cada vez más. Mientras él coge aire, comprendo todo:
Me van a matar.
Manolín ahoga un gimoteo. Alza el enorme y pesado cuchillo. Yo me retuerzo. Lucho con más fuerza. Se me escapan esos terribles ruidos, que quieren pedir clemencia. Que no me maten. Que yo les quiero. Que me portaré bien.
Manolín abre la palma de la mano y me tapa el ojo para que no pueda ver. Tal vez por misericordia.
Pero después descarga la hoja contra mi cuello.
Ha sido tan limpio que he podido ver durante cómo mi cuerpo salía corriendo sin cabeza. En ese momento he comprendido todo.
Aunque enseguida ha venido la oscuridad. Y después una luz blanca. Mi espíritu ha debido correr hacia ella sin cuerpo. Porque luego he podido seguir viéndolo todo. Pero desde fuera.
Y sí, he visto bien. Mi cuerpo ya no se mueve.
Ojalá hubiera ido con ellos aquel día al río y mirarme en el agua. Todo habría sido mucho más sencillo.
***
He tenido que dejar de mirar. No es agradable asistir al desollamiento del uno.
—¡Qué fuerte cuando ha salido corriendo sin cabeza! —interviene Toñín.
Manolín no dice nada.
En ese momento salen las niñas. Susanita repara en la sangre que mancha los escalones. De un salto se acerca a sus hermanos. Los analiza y se queda fijándose en Manolín.
—¿Lo has hecho?
Manolín sigue sin hablar.
—¿Lo has matado? ¿Has matado a Tadeo?
Isra se coloca de forma que Susanita no vea mi cabeza tirada en el suelo.
Susanita se echa a llorar. Poco después lo hace también Paloma. Se abrazan.
***
En unas horas el ánimo de los niños ha cambiado bastante. Susanita y Paloma han estado picando ajo y perejil. Dicen que huele muy bien en la cocina.
La mesa ya está puesta. Padres y hermanos aguardan a que Inés traiga el plato principal.
Me lleva en una fuente. Asado cortado en gruesas y jugosas rodajas. Rodeado de patatas, salsa y hierbas aromáticas.
Inés sirve los platos. Los padres elogian la receta. Los niños se pelean por las patatas. Todos ríen, felicitan a Inés por la receta y al padre por su cumpleaños.
Casi todos disfrutan del momento.
—Manolín, ¿no vas a comer?
Está pálido.
—No tengo mucha hambre.
—Si no quiere, ¡me pido su parte! —chilla Susana.
—No, ¡lo quiero yo! —dice Isra.
Empiezan a chillarse.
Manolín aprovecha la confusión para levantarse e ir al baño.
Nada más entrar se abraza al retrete. La discusión ahoga el ruido de las arcadas y los empujones que le da el estómago.
Aunque quiere vomitar, no tiene nada que echar. Agarra más fuerte el retrete. Amarga y viscosa bilis es lo único que le sale.
Yo lo veo todo como un insignificante espíritu que se debate entre la decepción y las ganas de consolarlo. Tal vez él está pensando lo mismo que yo…
Que ojalá hubiera ido con ellos al río. Ojalá hubiera podido ir y mirarme en el agua.
De haber sabido que era un pato, posiblemente hubiera huido. Tal vez seguiría vivo.
Tal vez Manolín no estaría con las rodillas clavadas en el suelo y los brazos agarrando la taza del retrete. Tal vez no estaría ahogando el llanto que no quiere dejar salir.
Tal vez.
Pero no puede evitar que se le escape una lágrima furtiva; aunque quiere sentirse mayor y demostrarse que ya es un hombre.
Tampoco logra impedir que sus ojos se pierdan un segundo en el infinito y de sus labios salga un susurro, un quejido, una palabra que solo quiere pedir perdón:
—Tadeo…
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