1

“De mi pueblo son las cerezas”, dicen. Y también las miradas como lanzas. Mi pueblo no tiene un aspecto diferente al mundo, pero la asfixia es mayor, casi material. Enclavado entre un río caudaloso y su afluente, destaca su campanario sobre el resto de abominables construcciones. De feo es muy real.

Aquel verano, como todos los demás, jugábamos a no vernos en un embrollo de calles, que subían y bajaban, que huían despavoridas. ¿A dónde iban con esa premura si allí, arriba o abajo, nada esperaba? Quizá una ráfaga de viento encabritado, o el calor aplastante de aquel verano, apostado hasta en la sombra. Nada más.

En ocasiones me escuchaba y me compadecía de esas cuestas susurradas por viejos de los de bastón y sus chismes incombustibles, también por sus rencillas vestidas de fanfarroneo. Los niños, empujados por sus abuelos, y éstos por los retorcidos propósitos de sus hijos, salían como un rayo a casa de la «Patro» o del «Peje» para anunciar al forastero. En mi pueblo, si no vives durante las cuatro estaciones del año, eres «forastero». «Forastero» significa un estatus diferente, ni bueno ni malo, simplemente otro estado de cosas y personas.

2

Se erige todavía en lo alto de mi pueblo una iglesia de ladrillo marrón, sin espadaña, pero de grandes tañidos . La casa de la familia se situaba a dos palmos del templo, a su cobijo. » Tolón, tolón» , así, formando una tediosa onomatopeya, algunos nos desvelábamos de noche, a cada hora. Hasta hace poco ese sonido hubiera sido nostalgia, amor, familia, cariño… ahora me taladra la sien.

La sacristía tiene una entrada exterior, como queriendo no ser vista, pero yo la veía muy bien. La relación de mi abuelo con el cura también la veía yo bien, sin extrañeza, aunque escondido. Mi abuelo siempre tuvo buen trato con la iglesia y todo lo concerniente a la institución, sin embargo decía que “la calderilla p´al cura». Una calderilla que se traducía en monedas de cobre ganadas al parchís. Esa forma despectiva de referirse al párroco y sus acólitos entroncaba con las ganas de llevar la contraria al más pintado, incluso los que pensaban como él y tenían idénticas creencias.

Mi abuela lo reprendía a veces, las menos, cuando soltaba esas perlas contumaces. » Tú qué sabrás, si en la radio no paran de decir que es bueno», refiriéndose a un venerado delantero centro que tenía la selección. Para mi abuelo era un «mierda seca», solo en palabras, claro, mientras éstas sirvieran para promover desasosiego. Y ella de mirada torva y él sonriendo, por fuera y por dentro.

3

El 23 de agosto me llamó mi prima. Noté su voz alicaída, cansada. – ¿Te pasa algo?, dije cortando sus últimas palabras.

Ella se mantuvo en silencio durante unos segundos.

– No , no. Todo bien… hemos quedado en el cruce todos los primos. ¿A qué hora llegarás?

– Todavía no lo sé, depende de Charo . Viene desde Madrid en tren

– Vale, llámame cuando llegues y voy a buscarte.

– Un beso, Belén.

Mi prima nunca ha sido especialmente risueña, pero sí alegre y distendida, con carácter, por lo menos para nuestras conversaciones y también, creo, para lo cotidiano. La quiero, aunque creo que no se lo diré jamás.

4

Dieron las 5 en la estación. Las traviesas vibraron y la suspensión chirrió implorando una revisión temprana. Ahí estaba.

Cuando Charo pisó el último peldaño el andén se había vaciado de abrazos, sonrisas y ojos crisolados.

Besos, de los de siempre, quizá con algo más de empeño

– ¿Cómo estás, cariño?

– Bien, algo preocupado.

– Tranquilo, no será nada.

Friega en la espalda y consuelo. No supe qué decir, solo la miré, agradecido por terminar con esa condena que sostienen las palabras camufladas.

El coche no estaba lejos. Conduje lo más deprisa que pude la primera mitad del camino, sin hablar, aparentemente tranquilo. Paramos antes del peaje a echar gasolina.

  • ¿Quieres conducir un rato?
  • Sí, dos veces.
  • Tienes que coger el coche, Charo. Ya verás cómo te arrepientes cuando tengamos que ir a vivir a Vitoria.
  • Entonces lo cogeré…
  • Ok, dije. Supe que aquella conversación acabaría con un “cuando lo necesite”. Es curioso cómo el chantaje resulta muy eficaz, usado con cautela, contra la cerrazón. Pero el miedo es otra cosa. Algo mucho más punzante que una dirección opuesta
  • Bueno, pues ya hemos llegado… ¿Qué tal cariño?, ¿Cansado?
  • Solo ha sido una hora. Tenía ganas de llegar
  • ¿ Estás seguro?, confirmó Charo.

Apreté el acelerador para dejar atrás ese paisaje desolador del sur de Navarra. Promontorios de arcilla que se confundían con la aspiración por reverdecer de algunas plantas bajas. La nacional constituía un oasis de asfalto, el único aliciente que podía asumirse sin bostezar.

5

Las últimas curvas de la carretera provocaban en mí el efecto de un pájaro antes de estrellarse contra la corteza de un árbol. No quería llegar, quizá un último desvío antes de atajar por el puente oxidado, una excusa por dilatar a tiempo mis esperanzas.

Me miró con ese semblante irremediable, contrato en exclusiva de los enamorados, y acto seguido señaló en diagonal -Están ahí-

6

Agosto, la canícula de los meses. El sol caía sin consuelo sobre los meandros. La presa había comido tanto terreno que el río parecía un arroyo artificial, una cascada con bomba de las que decoran los parques japoneses. Eso sí, el cartel no había perdido su encanto. Viejo, blanco, anunciador de atávicas costumbres y sofisticadas puñetas.

Malena, Isca, Luis, Cintia, Álvaro y, por supuesto, Belén. Todos ellos mudos cuando aparecí.

Intenté mostrarme sereno, incluso con gracia, pero no conseguí que mis palabras fuesen menos fútiles, improvisaciones mal construidas. Desistí y me centré en Charo, escudo siempre a tiempo. Malena por fin dijo algo- ¡Teníamos ganas de verte primo!, luego hablaremos, ahora vamos a probar el vino que hemos traído.

7

La casa de nuevo, sin evocaciones. Real. La puerta azul, de barrotes desconchados . Siempre estuvo atrancada y aquel verano también. Empujó Malena y detrás entraron las tres mujeres. Escaleras de baldosa con puntitos encima conducían a un descansillo que hacía las veces de prismático. Desde allí una plaza yerma, ladrillos de más casas y una cooperativa de agricultores abandonada.

Luis, Álvaro y yo nos reíamos de cualquier tontada e intentábamos no reparar demasiado ni en sus gestos ni en sus ademanes involuntarios. Estaban tristes.

8

Finalmente confesaron, todo, ya lo creo que sí. Las nubes se deshicieron en formas extrañas detrás de cada palabra para no obstaculizar la interpretación de su cielo límpido, lleno de verdad. Sensibilidad abyecta, pero inextricablemente vibrante, la de palabras malsonantes en mi cabeza. Un abuso, la violación. Nuestro abuelo había manoseado a todas ellas. Y aunque tuve la capacidad de separar la imagen del objeto, seguía intentando colarse, como una serpiente, la obstinada tarea de dos cejas sibilinas e insatisfechas desparramadas sobre la carne.

9

Quise llorar, pero no me salía. Demasiada rabia e impotencia. Salí de la casa para pensar. Para no dar pábulo en el fondo. Hubiera sido muy injusto acaparar la atención a pesar de ser quien más necesitara consuelo. Porque no me gustó nunca afrontar la realidad más allá de los sobacos de la familia, del clan. Prevalecía la confusión entre dos ríos en apariencia igual de caudalosos.

¿ Cómo podía un monstruo hacer bocadillos de chorizo frito?

Tardes enteras sin yo darme cuenta de que sus manos peludas eran premonitorias de algo más salvaje.

Todo hubiera sido diferente sin en vez de pasar por alto que la paga para unos era mayor en algunos casos, o que simplemente no existía en otras manos, denostadas porque sí. Lo consideré algo incluso jocoso cuando me lo contaba Belén cabreada. Dinero, de nuevo, que no fluía sino a través de la familia, sorteándola.

10

Volví y me despedí de todos ellos. Luis primero, después Álvaro quitando hierro al asunto, como siempre, intentaron disuadirme en balde.

Todas ellas de mirada compasiva me entendieron más allá de sentirnos unidos en esa tarde crepuscular. Las mujeres encañonan, sin darse cuenta, pero el gatillo casi siempre les resulta áspero.

Nunca lo estuve más. No quería verlos. Significaba aseverar de golpe, ejercitarse en la certeza. Yo estaba bajo de forma.

Las manos se despidieron aquí y allá en un acto de languidez inefable. Pronto las vi diluirse entre vastos despojos anaranjados a los que renuncia el sol cuando huye. La noche había llegado.

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