Se dice mucho acerca de los abogados, algunas cosas exageradas, y otras casi impensables; pero en su mayoría todo muy cierto. Como por ejemplo que somos fríos y calculadores. Sobre esto no tengo nada que objetar; si hasta cuento cada una de las letras y palabras mientras escribo. Incluso en mi oficina, no recibo ninguna llamada si previamente no la he agendado. Y esa noche no fue diferente, no tendría por qué serlo.

La noche en que recibí esa llamada trabajaba en algo sin importancia como todo en mi vida. Desde el inicio, estaba dispuesto a no contestar. Pero al mirar el número de teléfono y reconocer a quien le pertenecía, no tuve más opción que atender. Era tu abogado. Nunca me cayó del todo bien y no era por celos profesionales. Simplemente, sé que los abogados solo llevamos malas noticias y vivimos de la desgracia ajena. A veces somos aves de mal agüero; y otras, aves carroñeras. Así que lo que sea que quisiera decirme tu abogado no era nada bueno; y no me equivoqué. Por primera vez, no me equivoqué. Quería avisarme sobre tu muerte. Después de tu abogado, yo era el segundo en enterarme. No rodó ni una lagrima por mi mejilla, solo suspiré y sonreí de tristeza.

Incluso para algo tan importante como tu despedida tenía que enterarme por otra persona que no fueras tú. Y no te culpo por no venir a despedirte; yo tampoco lo hubiera hecho.

Sabía que hace algún tiempo solo hablabas con tu abogado, querías dejar todo en orden para tu partida, como si eso pudiera redimir toda una vida sin rumbo.

No me sorprende que no me hayas pedido a mí que me encargara de todos tus papeleos legales. Sé bien lo mucho que te avergonzaba pedirme favores. “Tranquilo, no pasa nada.” Te digo ahora y te lo habría dicho en ese momento. Porque siempre quise escuchar esas palabras de ti para mí; y a veces, me las repito a solas. Imaginando que yo soy tú.

Así que me tomé mi tiempo para escoger las palabras más suaves con las cuales comunicárselo a la familia. He hecho esto miles de veces, pero cuando no hay dinero de por medio todo es más difícil. Y este es el precio de ser el único abogado de la familia.

Yo me encargué de todo. Del papeleo que no sirve para nada y hasta de escoger tu terno y la corbata.

El día de tu entierro tampoco solté ni una sola lagrima. Ni siquiera cuando despedíamos el ataúd. Este oficio me ha vuelto de piedra. Y no me culpes porque sabes que he despedido mejores hombres por menos y sin soltar ni una lagrima.

Finalmente, cuando ya estábamos en casa y todos habían llorado lo suficiente, llegó el momento que todos esperaban: la lectura de tu testamento. Sin embargo, cuando tu abogado culminó la lectura de tu corto testamento ante los rostros confundidos de todos, se acercó a mí y me dijo: “No ha dejado nada de herencia.”

Entonces comprendí que poco sabemos los abogados, tan letrados y tan incultos. ¿Cómo que no has dejado nada? Claro que has dejado mucho, hasta demasiado diría yo. Me has dejado esa ausencia acostumbrada, me has dejado el alma curtida como el cuero viejo, me has dejado tus vicios y tus errores, me has dejado tu vida a medio terminar. Y yo soy tu heredero universal; te he heredado las deudas a medio pagar, los cabellos negros y las canas prematuras también, tu viuda a la que nunca dejaré de consolar, el chico tartamudo que ahora finge de abogado y al que no podría dejar aunque quisiera.

Es una herencia cuantiosa en penas y culpas, por eso, las guardaré en el lugar más seguro: en mi corazón donde no entra nadie y ya nada hay. Te prometo que no dejaré que nadie me robe mi herencia; y solo por esa paranoia de abogado, me llevaré mi herencia conmigo a donde sea que vaya. Porque así de desconfiados somos los abogados. Y sí. Me llevaré todo conmigo, incluso las culpas y las penas. Porque es mi herencia, y si no puedo cargarla, la arrastraré. Pero la llevaré conmigo siempre.

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