—¡Alto a la benemérita! —Retumba en mitad de la húmeda noche—. ¿Quién anda ahí?

Dos parejas de pesadas botas negras se aproximan; cuatro pies descalzos huyen sigilosos a través de la áspera maleza. Un encuentro entre susurros. Las voces de la autoridad cortan el espeso silencio con su claridad.

—Vais a tener que dar muchas explicaciones, canallas. Ya sabéis lo agradecidos que son los señores de la mina cuando recuperan lo que les han robado. ¡No tenéis escapatoria! ¡Sabemos quiénes sois! —exclama uno con tono grave mientras da una patada a una zarza muy crecida.

Muy cerca dos sombras se escabullen silenciosamente por la orilla del río. Bajo un puente, rodeadas por la gélida bruma, se sumerjen. Solo sus narices sobresaliendo en el centro del cauce pueden delatar su presencia; unos minúsculos puntitos blancos en la inmensa oscuridad de una noche sin estrellas.

Carallo, ya se enganchó la capa con el maldito matojo. Mi mujer me va a cantar las cuarenta. Anda, vamos que van a empezar a caer chuzos de punta. Mejor estaremos en la taberna con un buen tinto.

—Nos llevamos vuestros zapatos, bribones —grita el otro a medida que se alejan—. Así os lo pensareis dos veces antes de volver a entrar en tierras con dueño.

Tras una inquieta calma, dos cuerpos emergen de las frías aguas. En la orilla, entre temblores, las presentaciones. Ella suena muy enfadada.

—¿Qué pretendías haciendo tanto ruido? Casi nos descubren por tu culpa. Además, no eres de esta aldea. Aquí recojo yo.

—Pero tú quién te crees que eres, moza. Vienes a robar tanto como yo. No es ni tuyo ni mío. Malo será que no haya suficiente para los dos. —Intenta calmarla él con una enorme sonrisa—. Empecemos por lo importante: yo soy Jesús, ¿y tú?

Con un resoplido, la joven empieza a buscar su saco con lo poco encontrado antes de la brusca interrupción. Irritada, se araña los brazos al intentar sacarlo de los espinosos matorrales donde lo tiró en la huida.

—Tengo que seguir buscando antes de que llegue el camión de las compras. Aléjate de aquí y no toques nada de este wólfram. Para mí no es un juego, lo necesito hoy.

—Vamos bonita, no te pongas rabuda —contesta el muchacho con alegría—. Hace una noche preciosa como para desperdiciarla bufando. Déjame que te ayude. Luego te acompañaré a casa.

—Me queda mucho por recoger aún. Si me prometes no hablar demasiado, te enseño el otro depósito. Luego te vas por donde has venido —añade en tono cortante—. Ah y yo soy Sinda.

Finalmente, la nueva pareja se aleja bajo la escasa luz de una luna menguante. Él, silbando con tranquilidad, carga dos sacos al hombro; ella, con paso decidido, encabeza la marcha.

Tras un buen rato surcando prados, llegan a los alrededores de la Iglesia, donde se está construyendo una nueva carretera que los conectará con el pueblo más cercano. Entre los montones de material acumulado, Sinda comienza a recoger puñados de tierra que tamiza con las manos.

—Eso no es wólfram, listilla —se burla Jesús mientras le arrebata unas piedrecillas grisaceas de las manos—. Al final voy a tener que enseñarte yo a encontrarlo.

—Es titano —responde airada—. Cuando lo mezclamos podemos vender un kilo de más por cada dos de verdad. Las varas de hierro del capataz no lo detectan. Si quieres ayudarme, calla y sigue llenando la saca.

—Para ser tan chula, eres muy trapalleira. —Ríe divertido sin parar de rebuscar entre el polvo.

Pasado un buen rato, los dos jóvenes continúan su excursión nocturna en busca de más de ese mineral tan valioso que vender a los alemanes. Ambos saben que se usa para armas, pero la necesidad es más grande que la memoria. Hasta hace bien poco, ellos vivían entre bandos contrarios y sus enfrentamientos. Si bien no es momento de conciencias; hay que sobrevivir a la dura recuperación de esa guerra recién terminada.

—Psss, cuidado, se acerca alguien —murmura mientras la empuja tras el tronco de un grueso castaño.

Una hilera de luces levitan por el camino. No se escucha sonido alguno. Según se aproximan, tanto más contienen ellos la respiración.

—Creo que viene la Santa Compaña. —Ambos se estremecen ante el simple pensamiento de cruzarse con la procesión de ánimas.

Los destellos cada vez son más grandes y brillantes. Se puede percibir el arrastrar de unos ligeros pasos. Ella tiembla cada vez más; a él le recorre un escalofrío de los pies a la cabeza. Se acercan un poco más el uno a la otra.

—No seas parva, eso no existe —asegura Jesús valiente, pero sin alzar demasiado la voz.

—»Padre nuestro que estás en los cielos…» —reza Sinda con los ojos cerrados y las manos muy apretadas.

De repente, un enorme estruendo suena muy cerca de ellos. Le siguen sonidos de golpes y gritos de amenaza. El fuego de un candil caído prende en uno de los arbustos que bordean el camino y se ve claramente la pelea en curso. Un grupo de maleantes se ensaña con cuatro jóvenes que parecen regresar a casa cargados de wólfram.

—¡Son los hijos de mis vecinos! —exclama cuando el chico impide que eche a correr—. Tengo que ayudarlos. ¡Suéltame!

—Los están saqueando. Esos buscavidas no dejarán a nadie entero aquí esta noche. Mejor vamos a la taberna y buscamos allí ayuda.

Se arrastran como buenamente pueden entre la espesura hacia la carretera. En la lejanía se escuchan las carcajadas de los mineros que, como tantos otros, llegaron atraídos por el olor del dinero y acabaron bebiéndolo. La riqueza sin control está siendo una sentencia de pobreza para muchos en esta suerte de «Salvaje Oeste» surgido en la Galicia más rural.

En la puerta de la taberna, fumando unos pitillos, se apoyan los dos guardias civiles que horas antes les habían descubierto recogiendo metal junto al río. Están rodeados de un grupo de buscadores a los que ese día ha sonreído la fortuna y lo celebran gastándose una buena parte de lo ganado. El alboroto es cada vez mayor, a medida que van desapareciendo las botellas de licor.

—Jesús, no podemos acercarnos. Ellos saben quién soy. Si me pillan, de esta no escapo. A mí me da igual, pero mi madre necesita el dinero.

—No te preocupes, bonita. Ya voy yo. Pero antes dame un biquiño, un último buen recuerdo por si no vuelvo. —Se acerca a ella señalándose la mejilla con sonrisa pícara.

—¡Tira, anda, tira! No te doy un coscorrón porque gritarías y me verían.

La ruborizada chica se queda agazapada tras un muro de piedras, mientras él se aproxima al animado grupo. No se percatan de su presencia hasta que está bien cerca, pero pronto lo convierten en el objeto de sus burlas. El muchacho responde a sus preguntas tan escuetamente como puede, sin hacer caso de los insultos que lo califican en lo más amable de labrador.

Para demostrarle lo bien que le iría si se uniese a ellos, le obligan a dar unos tragos de aguardiente y a fumar de un cigarro liado con un recién estrenado billete de mil pesetas. Cuando tose, todos ríen. «Ya te acostumbrarás a quemar el dinero que sobra», vociferan agitando gruesos fajos ante su cara. Piden a gritos más licor al tabernero. El único que realmente sale ganando con la enfebrecida búsqueda del wólfram.

En un descuido, Jesús aprovecha para acercarse a los agentes de la autoridad y comentarles el asalto que han presenciado en el camino a la mina.

—¿Y qué hacías tú por esas lindes, mozo? —le increpa uno de ellos mientras intenta agarrarlo del brazo.

Sinda comienza a lanzar piedras contra la pared de la casa que hace las veces de bar en la pequeña aldea. Todos se giran hacia el sonido y el joven aprovecha para escapar. Como comienza a llover de nuevo, nadie hace el ademán de perseguirlo.

Corren sin descanso por el enlodado camino todo lo rápido que pueden, teniendo en cuenta que cargan con los pesados bultos del preciado mineral. Por fin llegan a una finca de pasto, donde se detienen bajo un enorme carballo.

—Descansemos un poco. Aquí no llegarán con tanta botella como tenían alrededor —comenta ella mientras palpa dentro de un agujero del viejo tronco. Exhausta, le muestra un pequeño paquete de gruesa rafia tejida.

—¿Eso es chocolate? ¡Eres toda una sorpresa! —exclama Jesús aún sin haber recuperado el aliento, pero ya sonriendo abiertamente—. ¿De dónde lo has sacado?

—Guardo mi trozo de los domingos para comerlo aquí mientras vigilo a las vacas. Mi madre nos lo da para que no pasemos hambre por el ayuno antes de tomar la sagrada comunión.

—Hablas mucho de tu madre. ¿Por qué necesita tanto el dinero del wólfram?

—Está muy enferma. Tiene fiebre tifoidea. Hay que pedir las medicinas a Francia, así que son muy caras. Ya hemos gastado todos sus ahorros, también lo cobrado de los alemanes hasta ahora. Lo que consiga hoy es para pagar la última inyección.

Se recuestan apoyados entre sí mientras esperan que llegue la hora de retornar a la taberna. Una hora antes de la salida del sol, el encargado de las compras irá aldea por aldea con un impresionante camión germano, recogiendo todo lo que los pequeños buscadores hayan podido encontrar. Siempre que no considere que la cantidad es demasiado elevada como para haberla extraído de las tierras de la mina, las más fructíferas, les pagará unos buenos cuartos y no los denunciará a la autoridad por recolectar sin licencia.

—¡Despierta Jesús! Nos hemos quedado dormidos. Tenemos que correr de nuevo hacia allí.

Una vez más, cargan con los fardos por los caminos de tierra que, con la humedad de la noche, son ya como arenas movedizas. Siguen descalzos y aún están mojados, pero la prisa les impide darse cuenta. No hay tiempo para lamentaciones.

Llegan con el camión ya arrancando. El capataz ese día ha despertado de buen humor y, a pesar del retraso, les compra los dos sacos. Aunque el precio no ha sido muy alto; con el camión casi lleno, no hay lugar a regateos. Además, no se ha dado cuenta de la mezcla de minerales que le han entregado.

—No es suficiente para pagar la medicina de mi madre. ¡Tengo que conseguir esa inyección! —Se derrumba desconsolada tras las largas horas de penurias—. ¿Qué voy a hacer?

—Tranquila, uniendo mi parte sí que bastará. Antes prométeme algo: a partir de ahora dejarás que siempre te acompañe a casa.

Y con esa sonrisa tan luminosa como la luna llena, Jesús consigue que Sinda, aún bañada en lágrimas, confíe en él. Sin saber por qué, intuye que estando juntos, todo va a ir bien.

Por primera vez en esa agitada noche, sonríen serenos los dos.

Relato basado en retazos de las memorias de mis abuelos, Jesús y Sinda.

Traducción de los vocablos utilizados en lengua gallega: carallo, carajo, como expresión de indignación; chuzos de punta, llover a cántaros; mozo/a, chico/a; malo será, expresión que indica optimismo frente a una posible desgracia; rabuda, cabezota; trapalleira, chapucera; parva, tonta; biquiño, besito; carballo, roble.



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