El moho de las naranjas

El moho de las naranjas

VagalumeBlú

11/03/2019

Mientras escribo, puedo intuir a mi abuela mirando a través de la ventana, atestiguando obsesivamente un ir y venir de personas más frío y aséptico que el de hace años.

Ella conoció una calle bien distinta a la que a mí me tocó vivir. Siempre ha hablado de un gran camino de tierra por el que todos, ellos y ellas, paseaban en domingo cogidos del brazo o deseando hacerlo con ese anhelo secreto que alimentaban las convenciones sociales de la época. Ese camino era una fiesta que unía a todas aquellas personas que conformaban ese carácter tan distinto que ha definido siempre al norte y terminó, también, por forjar la personalidad de mi pueblo.

Poco tardaron en asfaltarlo algunos años más tarde dejando paso a los camiones y a los coches que llevaban y traían a la gente a sus quehaceres, arrebatándole al pueblo la intimidad y el dominio de sí mismo.

Me contaron que con el alquitrán y los primeros coches llegó el fin para muchos negocios y, también, para algunas vidas.

Nací en un pequeño rincón de esa parte de Galicia que mira al mar.

De niña me sentí siempre parte de algo místico y superior, una fuerza capaz de dar mucho y también de quitarlo todo.

En todas las casas se contaban historias de barcos que se hunden dejando al descubierto cruces de piedra en medio de la ría, hombres por el monte y mujeres sin pechos en las cunetas. Desde mi ventana he visto siempre lo que hoy se conoce como Illa do Pensamento e da Memoria, lugar de de tortura y ejecuciones para los vencidos en la década de los cuarenta y lugar recreo y muerte para vencedores en aquel fatídico agosto de 1950.

Oía el tañer de las campanas del reloj de la Alameda según soplaba el viento; si era del norte el sonido se perdía a lo lejos; si era del sur el Ave María amenazaba con traer la lluvia que todo lo empapaba día sí y día también.

Mi calle siempre ha sido larga, plagada de caminos que la nutren como afluentes a un río o capilares en busca de una vena que les lleve hasta el corazón. Pero mi calle también es un cuchillo de sierra que separa dos partes de un mismo todo obligándonos a mirar siempre hacia los dos lados o a caminar en paralelo hasta el infinito sin hablar.

Sin embargo, aún teniendo bien presente esa distancia, la separación del pueblo siempre me ha parecido poética. De un lado los caminos ascienden hacia lo más profundo de la foresta, hacia un bosque que nunca ha resultado desconocido para los que allí hemos crecido. Y lo digo yo, que para todos me perdí un día y en ningún momento me sentí perdida.

Del otro lado, los estrechos asfaltos siempre han seguido la pendiente buscando el mar y la boca de la ría. Allí únicamente se perdían aquellos que no habían aprendido a nadar contra la corriente ni contra la morriña, la bruma y el orballo permanente.

A mí me tocó recurrir a una de esas calles más pequeñas y poco transitadas que subían hacia el bosque para jugar con cierta libertad. Mis primas y yo cogíamos las naranjas sucias que caían de los árboles, llenas de hojas y moho por la humedad, y jugábamos a hacerlas rodar por la pendiente.

Siempre me sentí ajena y libre de todo peligro. Ante el ruido de algún coche corríamos para dejar paso y reanudábamos rápidamente el juego. Mi infancia transcurrió con ellas en esas calles, siempre juntas y siempre llenas de energía por descubrir, ajenas a que en ocasiones los problemas de los adultos pueden ser más fuertes que nuestra valiosa pero efímera felicidad infantil.

La soledad, finalmente, lo inundó todo durante varios años más.

Cuando dejé Cesantes con apenas dieciocho años no fue para estudiar, ésa fue la mentira más grande de mi vida.

Pensé sinceramente que poner distancia entre los fantasmas y mis angustias haría que algo nuevo naciese, no sé si más bello y prometedor, pero sí mucho más feliz.

Huí.

Dejé atrás familia, amigos, algún amor idealizado y aquel lugar que me había atado tanto y tanto había alimentado mis emociones, buenas y malas, para buscar ese “algo” tan etéreo y confuso que me daba miedo definir pero que, al mismo tiempo, necesitada encontrar desesperadamente.

Fue una eclosión.

Las luces de Madrid, la velocidad, el caos, los colores, la gente nueva, mis esperados horizontes y poemas; nuevas esperanzas y experiencias. Viví embriagada por la novedad algunos años más hasta que el centelleo de la madurez empezó a asomar entre los pliegues de mi cerebro y, solo entonces, comprendí que la nostalgia me seguía atando y que no hay kilómetros suficientes en el mundo para alejarnos de aquellos lugares que llevamos serigrafiados en en el ADN.

A pesar del tiempo, no consigo evocar un solo recuerdo, en mi pueblo y en mi calle, que no haga que se me encoja el corazón.

Mire hacia donde mire siempre hay una sinfonía azul y verde que lo baña todo, un barniz de vida lenta, un sentimiento de plenitud inabarcable, un corazón que late bajo la el asfalto de esa gran calle ahogada en alquitrán, también bajo la tierra que durante cientos de años nos ha cuidado y dado vida, en la arena que se deforma y nos sostiene cuando ponemos un pie frente al mar.

Ahora vuelvo a aquellos caminos y rememoro con claridad los circuitos dibujados por las naranjas que terminaban chocando contra algún muro, bajo las ruedas de algún coche o ladera abajo hasta la hierba fresca de media tarde.

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