LOS POBRES DEL BANCO

Apenas puedo desdibujar de mi memoria aquella pareja de transeúntes entrañable que se habían atrincherado en un banco de la zona verde del madrileño barrio del Parque de Avenidas. Eran mayores, si bien uno más que otro. Armando Benito era octogenario, con un boquete de herida en la cabeza, como si hubiera sufrido un golpe con un palo. De complexión menuda, vestido de mala manera con vaqueros rotos y una camiseta liviana. Tenía ojos claros y una barba totalmente cana. No se lavaba sino del leve chorro de la fuente. El otro hombre se llamaba Ramón Corbeta, de 70 años,con ojos oscuros brillantes; de cuerpo también delgado y un pelo menos cano que Benito. Ambos eran camaradas inseparables desde muchos años atrás desde la época en que sirvieron en la Marina mercante. Quien llevaba la voz cantante, pero el que organizaba todo lo práctico y tomaba decisiones era Ramón. Yo les conocí fue reciente llegada yo procedente de provincias recién llegada a Madrid con mi perrito caniche color apricot paseando por el parque. Así conocí a ambos transeúntes que estaban tan unidosque hasta podían haber rozado la pareja gay.

Habían montado su tenderete en su banco cerca de su fuente para aliviar su sed cuando no tenían vino o cerveza para echarse al coleto. En invierno se abrigaban con unas mantas y en verano con pantalones y camisetas livianas para protegerse del calor. Como he dicho ambos hombres se conocieron en la Marina. Ramón estaba casado y separado con unos hijos en Valencia, que no se sabe si estaban reconocidos o que pasó con su mujer y su prole.

Mi perro un día se me escapó y se fue al banco y les robó un chusco de pan con chorizo. Tuve que comprarle una hamburguesa y una cerveza fresca a cada uno. Armando era artista pintor y sus trabajos eran óleos muy logrados. También le daba al jarrillo y al fumeque.

Yo bajaba en invierno un pollo asado para que comieran o un caldo de cocido; y en verano un gazpacho fresco que hacía mi madre. Cuando yo le pregunté al artista qué pintor le gustaba él contestó: “tinto,tinto, Tintoretto”. Ambos se querían a morir el uno por el otro como una amistad como los perros que se emparejan y no pueden vivir separados. Formaban una relación que era “contigo pero sin ti”. Una noche que llovía yo paseaba por el parque con mi perro cuando me acerqué al banco de los marineros y estaban ambos dándose manotazos. Tras poner paz entre ellos les di 50 euros para que se fuesen a una pensión. Es más, les pedí que no se lo jugasen en el bingo, a lo que eran aficionados.

Los hombres del banco eran del parque, no de la Banca Ambrosiana. Una noche de invierno, en que hacía un frío terrible se cobijaron bajo el techado de unas marquesinas de la calle. Por allí pasó un grupo de jóvenes de ultraderecha. Se liaron a piedras con ellos y Ramón se puso encima del compañero para protegerle. Al día siguiente al ver los moratones, les pregunté qué les había pasado. Me lo contó. Digo yo, que esta pareja de transeúntes, mal llamados indigentes, no molestaban a nadie; solo intentaban vivir. Hay muchas personas que están en la calle, o mejor dicho sobreviven. Nos recuerdan qué suerte tenemos quienes tenemos bajo un techo para dormir y una mesa para comer. Hay muchos transeúntes en la calle mal llamados indigentes que viven de la mendicidad y duermen entre cartones. Aunque hay ONGs que en el frío del invierno reparten mantas y dan comida y chocolate caliente a los sin techo; también Cáritas. En muchas ocasiones los propios viandantes rechazan ducharse, comery pernoctaren los refugios albergue habilitados para ellos por no sentirse libres u otros motivos que les ocurren.

Por aquel entonces, también conocí en el parque a un muchacho que como yo paseaba con su perro. Comencé a salir con él y nos hicimos novietes. Pero alguien dijo a la familia de Javi que yo no era de buen recibo; que me juntaba con todos los viejos del parque. Pero digo yo, que lo único que hacía era ayudar sin sacar nada a cambio. Recuerdo que yo hablaba con todo el mundo, ya fuesen hombres o mujeres y de todas las edades. En verano, cuando Armando se quitaba las zapatillas y se quedaban los pies al desnudo, yo se los curaba con Betadine. Ramón lavaba la ropa en la fuente y me pidió que le comprase una pastilla de jabón marca Lagarto. Mi familia me decía que no podía dilapidar mis ahorros en esas personas. El parque estaba enfrente de mi casa; en lo que hacía años era un estercolero. Entonces no había perros, como pasa hoy en día. Tampoco había tantos niños. Como máximo sólo paseaban pocos canes con sus dueños, como yo con mi canichita blanca Gigi. Cuando se habilitó la zona verde me hice amiga de un jardinero mayor, que me mostró entre sollozos la foto de su hija joven y bella víctima de la colza. Ahora hay muchos chiquillos por las calles de Madrid, jugueteando con sus bicis, monopatines. Ya no se juega como antes a saltar la comba o a la goma; los mayores ya no hacen partidas de bolos. Por mediación de una de mis hermanas que trabajaba en la Comunidad de Madrid se les facilitó plaza a los transeúntes en el albergue residencia de la Casa de Campo. Tras catorce años que han pasado yo no sé si estarán en el más aquí o en el más allá. Lo fundamental es que les perdí de vista. De sobra sé que ambos están juntos porque se querían a morir. Formaban una pareja inseparable.

En España, hay niños mayores pobres y desatendidos, que acuden a los comedores sociales del Ayuntamiento o de Cáritas, o de colegios infantiles donde guisan comidas nutritivas para niños con necesidades. ¡Aúpa España!.

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