El día estaba decayendo, se acercaba la noche y el ocaso llenaba el cielo con un color anaranjado que marcaba las imprecisiones y arrugas de su rostro, volviéndolo más bello, más radiante. La longevidad de su piel denotaba que él también se encontraba en el ocaso de sus días.

Sabiéndose viejo y sintiéndose libre de hacer lo que deseara en sus últimos días de vida, se permitió el lujo de volver a soñar. Parecía extraño que a su edad tuviera la obligación social de explicar el porqué de sus actos, así que eligió uno en el que nadie pudiera interponerse.

Aprovechando los últimos instantes de luz, abandonó el jardín de su propiedad para resguardarse en la comodidad de su salón. La desgastada chimenea, rodeada por una cantidad ingente de libros, aportaba una calidez superlativa a la estancia. Olió el perfume de la madera quemada que se impregnaba en las paredes. Se preparó una copa de ese Bourbon que tanto le habían prohibido. Con dos hielos. Se sentó en su sillón, tapizado por los años y momentos que habían pasado juntos, situado delante de un enorme ventanal que permitía que pasara la luz del sol sin pedir permiso, y cerró los ojos, dispuesto a revivirse. El golpear de los hielos contra el vaso de cristal, mecidos por el balanceo de su mano y el dulzor del whisky en lo más hondo de su paladar le ayudaron a marcar el compás de sus recuerdos.

Soñó con recuperar la placidez de antaño, la que hacía tanto tiempo que había perdido. Pero para eso tuvo que anteponer el poco valor que le quedaba a su miedo por no poder superar el recordar los momentos que habían marcado su vida.

Desechando los malos recuerdos y archivando las tantas nimiedades que encontró, buceó por los recovecos más profundos de su intelecto. En uno de esos rincones la encontró a ella. Tan brillante y elegante como él la describió durante toda su vida. Tan especial como fugaz.

Le abrumaron tantos recuerdos, tantas instantáneas decoradas con su rostro, con su sonrisa, con su delicada e infantil mirada… Pero se percató de que en su memoria no se quedó guardada su voz. Ante su asombro y desespero, intentó por todos los medios recuperarla. Vació todos los archivos y no la encontró.

El recuerdo que quedó de ella, no en vano, fue el silencio:

El silencio que se formó la primera vez que sus miradas se encontraron.

El silencio que acompañaba cada paso que ella daba cuando paseaban juntos entre la multitud.

El silencio después de horas de superflua conversación.

El silencio que anunciaba la llamada de una carcajada por algún disparate que había salido de sus labios.

El silencio después de buscarse con la mirada, para seguidamente apartar los ojos, como dando a entender que todo había sido una mera casualidad.

El silencio cuando entrelazaban los dedos con intención de atarlos a fuego.

El silencio que llenaba la inmensidad de una puesta de sol en el medio de la nada con su sola presencia.

El silencio que él rompía con torpeza cuando ella solo quería mirarlo, en silencio.

El silencio que comprendía el momento en el que se besaban, se daban la vuelta y volvían a mirarse después de cada despedida.

El silencio cómplice que unía sus pensamientos cuando se miraban y sonreían.

El silencio de cada abrazo que ahuyentaba las lágrimas de sus angustiados rostros.

El silencio cuando se despertaba antes que ella y se quedaba unos minutos mirándola mientras dormía.

El silencio después de cada grito, de cada discusión, de cada sonrisa conciliadora.

El silencio que abatió su realidad cuando llamaron a la puerta para darle la mala noticia.

El silencio que llenó cada suspiro tras su repentina marcha.

El silencio que se convirtió en vacío.

Metido de lleno en sus recuerdos, se olvidó de la realidad, y despertó en la plaza de un bonito pueblo de las montañas. Se sorprendió al ver que una mano sujetaba la suya. A su alrededor había negocios ambulantes, caballos que arrastraban carros llenos de verduras, una majestuosa fuente situada en el centro de la misma…

Una imperiosa fuerza lo dominaba y provenía de la mano que lo sujetaba y lo arrastraba. Lo llevó por calles estrechas y poco transitadas, por lugares que a medida que los pasaba, le iban recordando a tiempos pasados. Llegaron al final de una de las calles y se encontraron ante un precipicio.

Se sentaron.

La panorámica que se plasmaba ante ellos era preciosa. El verde de los árboles y el azul del lago que se extendía a sus pies inundaron sus ojos. Pero los cerró un instante y empezó a sentir realmente la belleza de ese paisaje. Lo hizo como ella siempre le dijo, aislando la psique del cuerpo. Sintió como la suave brisa que provenía de las montañas le acariciaba el rostro, llevando un olor fresco y limpio que le golpeó con fuerza en los pulmones. Se concentró en mantener a raya su respiración para separar los sonidos de su alrededor y oyó como fluía el agua de un abrevadero, llevando consigo pequeños peces que recalaban en el lago para vivir allí el resto de su vida; oyó el graznido de un cuervo que danzaba por el aire disfrutando de la libertad que sentía cuando se mecía entre sus alas la poderosa sensación de volar hacia donde quisiera; oyó también el crujido de tantos y tantos insectos que reptaban hacia el interior de la arboleda y por el camino aplastaban hojas, como si fueran poderosos. Su respiración bailó al ritmo de la paz que desprendía aquel lugar, y empezó a sentir como sus latidos conectaban con la naturaleza. Sintió el aire puro traspasar sus fosas nasales hasta llegar a sus pulmones, llenando de inmensidad cada uno de sus rincones. Sintió la incesante necesidad de integrarse en la vida que le rodeaba, pero entonces, la mano que le sujetaba, empezó a tirar de él hacia el vacío, como deseando que todo lo que había sentido debiera terminar. Él, entrando en un estado de pánico, se detuvo en la mano y empezó a mirar quién o qué era el origen de ella. Fijando sus ojos en las líneas perfectas que marcaban las facciones de esa mano, sintió una oleada de familiaridad en ella. Fue elevando la mirada hacia el brazo, hacia el cuello, hacia el rostro, y la vio a ella. Entonces fue cuando dejó de ejercer presión, relajó su cuerpo y no vaciló en su intento de dejarse llevar por ella, sintiendo que si alguien tenía que llevarle lejos de sí mismo, esa era ella. Le sobrevino, como venía haciéndolo durante mucho tiempo, el silencio. Todo enmudeció. Sonrió, y se dejó llevar. Sintiendo que todo había acabado de la mano de la persona que todo lo había empezado. Cayeron juntos al vacío, y por el camino él solo pudo que mirarla con una sonrisa deslumbrante, con la felicidad de saber que hasta en el último instante de su vida ella sería la persona que lo acompañaría.

Fue ella quien, tras arrancarle la última sonrisa de sus días, se lo llevó consigo para descansar.

En silencio.

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