Entró en una Librería, y la vio. Alberto, se apartó al fondo de unos estantes para no verla, y le robara nuevamente el sueño. Sosteniendo un libro, observó a un extraño que conversaba afín con ella. El brillo en sus ojos, sus gestos, el meneo de su masa corporal, provocó resbalara el libro de sus dedos, provocando un sonido seco. Ella siguió el eco que venía de lo oscuro, consideró posible encontrar motivos, y se encaminó decidida averiguar lo que pasaba. Libros empolvados, que guardaban el crujido de novelas de épocas remotas, no encontró nada más.

¿Disculpe, la puedo ayudar en algo?

-Preguntó la muchacha, impidiendo alguna acción, con la pregunta.

¡Si, escuché un ruido, en aquellos estantes del fondo!

-Le dijo, intrépidamente-

¿Está segura, señora?

¡Por supuesto, que estoy segura!

-Argumentó enfática.

-Ninguno de nosotros trabaja en ese lado, apuntaba con el dedo índice la vendedora de baja estatura que se mordía los labios, por eso no está iluminada como las otras vitrinas, que usted puede ver. ¿Comprende?-

¡En sitios así, se esconden los peores! -Continuó hablando.- En un tiempo frecuentaba estos lugares, según permitieran trasladarse por el peligro de sufrir, una sorpresa desagradable. Usaba abrigo negro largo hasta los pies, cabello largo, barba tupida, de color castaño, de mediana estatura, enfermo de alérgico.

¿Está usted segura, no haberlo visto?

-Volvió a insistir, con la pregunta-

– A nadie he visto. ¡No conozco a ningún sujeto, con esa descripción!

-Respondió, con deseos de darle una bofetada, bien merecida-

Sentado en el suelo, Alberto escuchaba el relato como salido de una de las páginas novelescas, entre la empleada de la librería, y la bella Elisa, buscando respuestas precisas El extraño acompañante, era un hombre canoso bien mantenido, de camisa abierta, de bellos que le asomaban por el cuello, no hacía más que escuchar distraídamente la disputa, porque ese espacio muerto, no estaba habilitado para la venta, mientras unas sombras se provocaban al interior de la oscuridad. Sobre una puerta cerrada con llave, pendía un letreo que decía: ¡Por remodelación, no pasar! ¡No insista!

Se oyó un estruendo de tormenta, se aproximaron a la entrada, y vieron caer granizos con tal fuerza, que sus gotones se escuchaban golpear los techos de los negocios, provocando un sonido equivalente, al derrumbe de un edificio. Oculto detrás de los estantes, Alberto aguantaba los ataques repentinos de estornudo, era como un saque de tenis, corría el peligro de romperse una costilla, por la fuerza ejercida al estornudar. Presionaba el orificio inferior de su nariz convencido, como lo hacía cada vez que olvidaba su dosis, cerró los ojos, y respiró hondo recordando el pasado, en todos los momentos vividos con Elisa. Lo que juntos soportaron, las promesas que se dijeron, pero no cumplieron, salvo la lencería sensual que el disfrutaba desnudar, en cada Hotel romántico que ingresaban dentro de la ciudad.

¿Un café?

-Preguntó el viejo acompañante, mirando a Elisa con una sonrisa-.

¿Aquí, venden café?

-Preguntó de nuevo, alzando la voz-

¡Si señor! –Respondieron unos tipos, desde la recepción.

¡Entonces, tráiganos dos por favor, bien cargados!

Sentados frente a la puerta principal, la gente en la calle caminaba erguida bajo sus paraguas, mientras el frente de mal tiempo mojaba con una extensa lluvia la calle más corta del mundo, y los sujetos preparaban los café. Un repentino silencio se apoderó de ellos, y produjo otro más. Observó con detalle su figura voluptuosa, mientras ella miraba hacia el ventanal, le hubiese gustado abrazarla, acariciar su cabello que sensualmente enredaba a la altura de sus senos, se imaginó tocando su piel hasta la cintura, oler su boca, tenerla para siempre.

¡Aquí tiene, señor! – Exclamó-

Acercaron las sillas, y ordenaron más café, durante la conversación se dijeron todo lo que se pueden decir los amantes, a esa hora del día. Había otras mesas ocupadas por personas que no hablaban, observaban de vez en cuando la juventud que entraba, y salía deprisa con bolsas de productos de comida rápida. Continuó su voz segura, y suave convenciendo al viejo galán, terminar un antiguo amor que no tenía importancia para él, porque el paso de los años, lograron secar toda posibilidad de encuentro conyugal. Al terminar la última silaba salida de sus labios carnosos, rodaron por encima de las tazas de café, sus cabezas como palo de bolos, con un disparo certero venido de algún siniestro lugar. Alguien se asomó, hizo señas que el trabajo estaba cumplido, robaron las pertenencias del veterano, y se marcharon en silencio. Alberto observó atemorizado los cuerpos sin vida sobre las mesas, caminó hacia la puerta de entrada para escapar, pero antes acomodó con sus manos el cuerpo de Elisa, como tantas veces lo había hecho, cada vez que hacían el amor. Observó con atención su aspecto, no parecía de un cadáver, conservaba un buen semblante, la llevó con cuidado hasta acomodarla entre los libros viejos de unos estantes vacíos, apagó la luz del establecimiento, pero no cerró la puerta, y se marchó. Sobre el mesón de la entrada, donde se aglutina la gente para comprar las últimas novelas de amor que nos hacen soñar, quedó un sobre escrito dirigido para cualquiera que en ese momento la curiosidad, lo dejara entrar. Un lado del sobre estaba en blanco, el otro escrito con letra antigua. En el interior sonaba como una invitación, o una amenaza que decía: ¡Ahora sigues tú!

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