Brillaba el sol entre la parra y el olor a tierra mojada lo inundaba todo.

Era de esos atardeceres dignos de un diestro pincel, rojos intensos, amarillos brillantes apenas cortados con pequeños trazos de naranja.

Parecía que el letargo de la siesta había quedado atrás y los rumores de la calle llegaban plenos y se dejaban sentir.

La niña apuraba a su madre que insistía en hacerle un prolijo peinado.

Ya tenía puesto su vestido rojo con lunares blancos y olía a las fresias y limón del perfume que le había regalado su padrino Juan, en su último cumpleaños.

Parecía un cuadro en movimiento, del cual emana esa energía queda la alegría, que se sitúa, se apodera, pero para la felicidad… faltaba Ella.

Ella….sólo Ella, era capaz de producirla de manera casi mágica.

La niña lo sabía, tanto, que podía reconocer el momento exacto en que Ella salía de la habitación, agudizaba el oído y podía escuchar ese sonido suave, apenas perceptible de arrastre sobre el piso de cemento lustrado.

Delataba su venir, una ligera renguera en el pie derecho.

Ella jamás lo dijo y la niña nunca supo, si era vejez o tal vez resultado de juveniles y peligrosas aventuras.

Pero su madre persistente, seguía hablando y desenredándole por enésima vez el cabello.

Si lo seguía haciendo, no la escucharía a Ella pasar por la galería camino a la vereda.

Cuanto amaba a esa mujer, alta, delgada pero imponente, de largos y finos cabellos canos, que insistía en acomodar prolijamente con un rodete en la nuca.

Cuanto amaba a esa mujer, de profundos y atemporales ojos grises, dulces y penetrantes.

Cuanto amaba perderse en su mirada, mientras le contaba historias de gentes y parajes que no conocía.

Cuanto amaba pasar el tiempo con Ella, o mejor aún capturar esos minutos preciados del compartir.

Ya la podía escuchar, ahí…ahí venía Ella…

Zafó algo brusca de su madre, que seguía hablando ahora ya con palabras sin sentido y corrió a su encuentro, la miró llano a los ojos y se ofreció en forma algo pomposa, a llevarle la silla de madera y mimbre que Ella trabajosamente llevaba a rastras.

Y tan sólo por un instante intangible, el tiempo se detuvo, los sonidos se perdieron y la vida se paralizó por un lapso de indescriptible eternidad.

Ella le sonrió y el universo de la niña, de unos seis o tal vez siete años se iluminó de súbito, invadiéndola un cúmulo de vibrantes sensaciones, alegría, plenitud, alborozo del alma.

Ese pequeño espacio del día era único, era de Ella y de la niña y no cabía posibilidad alguna de que existiera alguien más, era como un hechizo de cuentos que nada ni nadie jamás podría romper.

Era la hora en que tarde tras tarde, la matrona más querida y respetada del barrio se sentaba en la puerta de su casa al final de la jornada.

Y cual día de la independencia, uno a uno los personajes del poblado desfilaban ante Ella, algunos contando sus cuitas o bien otros ocupándose de las ajenas…

Doña Demetria sabrá usted lo que está pasando, Alberto anda muy triste, algunas lenguas filosas le han dicho que la Rosa lo adorna.

Pues ay mi hijo, no ha de ser ni el primero ni el último y nadie se muere por eso, bien diría mi madre que ninguno moriremos mochos, además ya era sabido que tantos afeites y composturas no eran para el marido.

Y sabe una cosa, parece que el casorio de la Mary con el hijo del dueño de la fábrica, viene como de apuro, siete meses de novios y ya probándose vestido,habrase visto.

Ay mujer, que no escupa para arriba le digo, que tiene cuatro niñas en edad de merecer, no vaya a ser cosa que San Antonio se le vengue y tenga usted que salir para el campo de su prima, con la niña y con el crío.

Doña Demetria, ya tiene el numerito de la redoblona, no se olvide que la quiniela de la noche sortea a las ocho y la última vez casi, casi le pega.

Ni me hable Don Trufi, que ni de apuros me saca esa bendita lotería suya, me parece que el único que se contenta con esto, es usted levantando la jugada y guardándose mis morlacos en el bolsillo.

Mire, mire… doñita si le gusta, llegaron ayer de la ciudad, son unas puntillas sevillanas únicas y en distintos colores, apúrese si quiere algunos metros,porque las vecinas hace meses que las esperan y cuando les diga que las tengo no van a quedar ni para una enagua.

Fijate Elenita, este viejo Abdon el tendero cree que nací ayer, están pálidas esas puntillas suyas de tanto estar en el cajón, no se las puede vender a nadie, yo estaré añeja pero ver …. escúchame bien….veo mejor que nadie.

La vida no se detuvo, no pudo hacerlo y la niña hoy mujer, impregnada de aquellos vapores del ayer, atesora esas tardecitas de barrio,pecho henchido de adoración yorgullo, cuando su mirada arrobada se perdía en la de Ella, Doña Demetria Castro de Guzmán, su bisabuela paterna.

Aún se aferra a ese pedacito de existencia, aquella donde sabía que en ese mundo, nada malo ocurriría, aquélla en que percibía ese halo perenne que la envolvía, aquél de la protección que sólo otorga esa fuerza vasta, que todo lo puede, que todo lo da, que todo lo otorga, que todo lo trasciende.

El aparato eterno del tiempo continuó su vuelo infinito.

Y en este hoy de penas y alegrías, de encuentros y desencuentros, cuando aquella niña que anida en su interior, se siente indefensa, vulnerable, desamparada o cuando la absurda desesperanza parece ganarle, vuelve las manecillas del reloj atrás y su alma de fresias y limón la encuentra de nuevo en esas tardes de gozo y compañía.

En esas tardes en que Ella, habitaba el incorruptible y único mundo de la plenitud y el amor.

Patricia Elena Guzmán

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