El silencio muerde los restos de recuerdos enmohecidos que cuelgan de puertas que abren en un solo sentido. El cielo azul del África profunda y contrastante no parece tan azul como mi cielo, no ese de panfletos y gritos sordos de democracias totalitarias o dictaduras que amordazan con pañuelos blancos, hablo del cielo que contemplo por encima de la cabeza nevada de mi vieja, en el jardín de mi hogar, con el olor irrepetible de los míos.

De pronto me sorprendo midiendo el tiempo en llamadas que duran minutos y la duda, esa maldita traidora, comienza a preparar su nido en mi cabeza. Un garrotazo de hambre me recuerda las razones de la partida y la navaja afilada de la censura a todo – hasta respirar a destiempo – mata al gorrión color melancolía que picotea el hipocampo, en el limbo de las emociones que se sienten en el pecho. Y me recompongo, agarro los restos de mi que están esparcidos por todos los rincones e intento armar este rompecabezas que se me ha desparramado a las puertas de algún aeropuerto infeliz.

La dicha de poseer las riendas de tu vida es un placer que solo sabemos saborear aquellos que hemos tenido que arrancárselas a algún canalla. Claro está que la valentía tiene un costo en latidos precipitados y un IVA altísimo en materia de prohibiciones. La factura viene desglosada en cumpleaños perdidos, cadáveres que se fueron esperando un beso y fotos que denuncian tu presencia inexistente.

Se van los mayores, los amigos se fragmentan y la vida me ha parido en otra latitud con vocación de niño y tres décadas a mis espaldas. No se trata de comenzar de nuevo, la vida no admite ensayos, se trata de suturar la línea discontinua de tu existencia y retomar el punto, para continuar aquello que comenzó con el grito que te separó del cuerpo de tu madre.

Y saben a poco los tiempos de ahora, esos que ayer me parecían eternos y rutinarios. Que fría la mejilla sin el beso de la abuela, que tardes de un otoño interminable sin los amigos de siempre en la esquina de la casa, descalzos y felices, sin ser conscientes de ello.

Una nube negra me asecha desde el pasaporte y con maniática costumbre me recuerda que rompí cadenas, que salí de una tierra donde salirse es un pecado, una tierra que pertenece a canallas, ya no se si por la tranquilidad vergonzosa de los míos o por la planificada perversidad de los abyectos, pero así son las cosas y las decisiones están sobre la mesa, entre el plato vacío de tus hijos y la mano cálida de tu padre.

Se me desdibujan ahora los títulos y nombramientos, cuando te ha sido privada la libertad de ser y el desafío de tu día a día es un pan, las cosas no están bien.

Sin embargo he de agradecer la capacidad de discernir, de elevarme por sobre la nube tóxica del pensamiento único y escapar antes de que la droga de la simplificación colectiva me convierta en mis padres, temerosos de todo, persiguiendo un pan. Lejos de mi cualquier reproche, han hecho cuanto han podido y mucho más allá de la frontera del sacrificio, pero sería irresponsable quedarme aquí, para mi, para ellos y sobre todo para mis hijos.

Emprendo un viaje sin regreso por una razón muy noble: amor a mi mismo, a los míos, a la vida. Las cicatrices han de camuflarse en la coraza que las decepciones me regalaron bien temprano, cuando creí todo y una mañana cualquiera, ante la mirada impávida de unánimes y simuladores, desperté de esa pesadilla terrenal.

Y los días me empujan adelante, aprendí a sobrellevar las miradas que son como latigazos, unas de pena, otras de absoluta incomprensión y las más duras, las miradas de miserable desdén. Me adapto a otro clima, a otras gentes y cosecho amistades a las que me aferro, como anclas de un barco de papel en un mar embravecido. La humildad me da lecciones cotidianas con aires de grandilocuencia y recuperé ese instinto de auto-preservación que me fue arrancado al nacer allí, en la tierra de nunca jamás, en Cuba.

Los dolores y las ausencias no pasan, se acomodan en el pecho, los sobrellevas, alguna mañana fría lloras en silencio y nuevamente los reorganizas y te aferras a tus pequeñas victorias para remendar profundas carencias.

Ahora, fuera de mi raíz, me lanzo a la temeridad de multiplicarme en gentil repetición de mi mismo y de otros genes, me nace un hijo en tierra ajena y no me es propio, no recordará el color de los ojos de mi abuela, ni las orquídeas floreciendo, ni los sabores de tan exquisita comida cubana. El color de mi bandera y de mi cielo le serán intrascendentes aunque monte una sucursal de lo mejor de los míos en el pasillo de la casa. Los hijos son de su tiempo, no de sus padres. Un sentimiento ambivalente, que parece ser el estado natural del emigrante, se apodera de mi, le he regalado a mi hijo un futuro al costo de mi pasado y la satisfacción de saberlo libre enmienda huellas y heridas de combate.

Pero estoy yo, el hombre simple, no el padre, ni el esposo, ni el hijo, soy yo frente a mi mismo en agónica y necesaria evaluación de hechos y cosas.

Regreso a mi tierra por un momento, estoy físicamente allí pero no me encuentro, me son ajenas tantas cosas que se acumulan a las puertas del ridículo, esas también abren en un solo sentido. Asustado, aprecio las carencias de los míos, el sillón del portal ya no está y buscándolo hago un viaje al cementerio, al colocar la mano sobre la losa helada no siento nada, ahí no está el amor de mis abuelos, puede que sus cuerpos si, pero ellos no.

Sentí el desarraigo en carne propia, una lágrima me denuncia y mi hijo no entiende nada. Y me descubro desapareciendo de mis orígenes y mal dibujado en otro sitio, donde no tengo tierra firme bajo mis plantas. No soy ni de aquí ni de allá, es lo lamentable, ya no pertenezco a ningún sitio. No sabía, al emprender viaje, que partía un lugar sin coordenadas, tampoco el pasaje daba cuenta del sitio real de mi destierro.

Ahora, me regocijo en la risa escandalosa de mi niño, en la cómplice mirada de mi amada, acaricio las canas de mis viejos y pretendo regalarles unos años de armonía, lejos de la carrera cotidiana por un pan. El exilio verdadero está muy dentro mio, allí viajo a cada rato, a librar batallas con algunos simuladores o a pedirle un beso a mi abuela, allí me recompongo de razones, me juzgo, me condeno y me libero, luego salgo a la superficie fortalecido y continúo la marcha.

El exilio del cubano yace en su propia esencia, nos adaptamos, nos integramos, contribuimos y mezclamos nuestra cultura con la que nos dio la mano, a empujones nos levantamos unos a otros y los cantos de ayer se convierten en himnos. El regreso no es opción, partimos en una sola dirección, dejamos todo y construimos el futuro desde el presente cotidiano.

Me siento libre ahora, ha valido la pena el sacrificio o el sacrilegio, no se bien. He cultivado la libertad de mi familia y sin oro que me aguarde en banco alguno, duermo en paz, persiguiendo sueños y no panes.

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