Cuando era chica y nos mudamos al barrio, ahí había un baldío demarcado por chapas de Zinc. Allí vivía un hombre delgado, alto, con ojos esquivos y la cara marcada por el tiempo. Siempre con un sombrero gris sucio. El hombre dormía en una pequeña construcción hecha también con chapas de Zinc, sin agua corriente ni electricidad. No había puerta para entrar. Simplemente había una abertura, entre dos de las placas metálicas que separaban la propiedad de la vereda.
Una mañana soleada y calurosa, cuando mamá me mandó al almacén, vi sentado contra la chapa oxidada del baldío, un perro delgado, de mediana estatura. Hoy en día podría decir que era una mezcla de Pinscher, Terrier y Ovejero alemán, por su hocico largo y su piel de pelo corto, negro sobre el lomo y ocre en el resto del cuerpo. En ese momento, no sabía nada de perros, razas o comportamiento canino. Solo sabía que estaba solo, suelto, y tenía una mirada triste y aburrida e inmediatamente pensé que estaba perdido. Quién dejaría así solito a su mejor amigo? Me dió tanta lástima! Me volví a casa y puse un poco de carne en un plato de plástico y agua limpia en una lata. Volví y acercándome al perro, le dejé la comida y el agua a su alcance y contra las hojas corrugadas de zinc para que la gente que pasaba por la vereda no lo pisaran o volcaran. El perro, se levantó de su lugar de ocio, olió la comida, investigó lo que había en el plato, pero se volvió a sentar mirando esta vez hacia el plato y no ingirió su contenido. Inocentemente, decidí acercarle la comida aún más. Indudablemente, al oler la comida, ya el galgo, había hecho de ella su propiedad. Meramente no tenía hambre; no estaba perdido y estaba bien alimentado: más tarde supimos que era el perro del hombre de la esquina. Pero era un cachorro con una veta agresiva y cuando toqué su “propiedad”, me mordió la mano. Puedo decir que el orgullo me dolió mucho más que el rasguñón que me dió.
Necesitaría dos resmas de papel para contar como mi mamá desesperada y aterrorizada, pensando que el perro podría tener rabia, fue a buscarlo, lo ató con un pedazo de cuerda que encontró, lo arrastró hasta mi casa, dos puertas más allá del baldío, y lo encerró en nuestro baño hasta que mi papá volvió del trabajo. Así entre los dos, lo metieron en el auto y lo llevaron al Instituto Pasteur donde lo pusieron en una corta cuarentena. Cuenta mamá, que el pobre animal, tembló todo el trayecto, (mamá y papá también temblaban, por obvias distintas razones). El pobrecito ya sabía lo que le esperaba. Ya había estado en el instituto Pasteur otra vez. Ya había mordido a otro niño. No tenía rabia, simplemente era arisco, agresivo y la verdad, considero que en esta ocasión, fui yo la que lo instigué: la comida de un perro no se toca. Solo la familia del perro tiene más jerarquía sobre el alimento. Solo la familia puede tocar su contenido.
El hombre de la esquina, quien hasta ese entonces no sabíamos si era sereno, ermitaño o indigente, esa tarde le explicó a mi mamá que era el dueño de la propiedad, que otra familia había abandonado al perro por su hosquedad. Cuando el pobre cachorro salió del instituto Pasteur, por su historia, el misántropo decidió llevarlo a la chacra de su familia en la provincia, donde tendría lugar para correr y donde no habría chicos que lo molestaran. Esa es la historia que quedó en nuestro recuerdo y es la historia que quiero creer.
Años más tarde, ahí mismo construyeron un edificio que aún se alza, con un negocio de antigüedades a la calle, y aun muchos años mucho más tarde, funcionó una heladería donde en los días de calor corríamos a comprar los helados que nos brindaban tanto placer. Y si pasas hoy en día, ese rincón luce una casa de moda que usé una y otra vez.
Mi vida, mi esquina.
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