Año 1940, en la cra 11, Pereira, allí fueron naciendo los hijos de doña Elvina y don Jesús, mis padres, al lado, los hijos de doña
Aleyda y más arriba los de doña Ana, los Ocampo como solíamos llamarlos.

7 p.m.
a la calle, todos iban arrimando al 6-62, ”Mi tienda”, sentados en el
andén hablábamos de cosiaca, nos daba miedo, pero no importaba, seguíamos; de
pronto una pelota salía de la nada y todos corríamos detrás de ella, el primero
que la cogía se la tiraba a cualquiera y así todos contra todos, sin armar
equipos; brincábamos con un lazo, saltabamos a la rayuela, jugábamos al escondite; sudabamos y ya cansados cada uno partía a su casa, no pensábamos en el
mañana, mucho menos en el futuro, así iban pasando los años, llegó el momento
de ir a la escuela, cada uno en escuelas diferentes, por qué no lo sé, mi
hermana mayor la enviaron a un internado en Manizales, mi madre quería que ella
fuera monja, en las noches ninguno hacia tareas, nos seguíamos reuniendo y
hablando de lo que pasaba con los otros amigos que compartían con nosotros, en
las escuelas, la palabra compañeros no existía.

Compartíamos helados, mangos con
sal, pan con salchichón y dulces, sin temor a enfermedades, jugabamos tocando los timbres de las casas y
corríamos a escondernos.

El 7 y 8 de
diciembre, prender las velas en los andenes y quemar pólvora era parte del
inició de la navidad;
en cada hogar hacían
natilla, buñuelos, dulces y tamales, pero lo que más se intercambiaba era la
natilla y los buñuelos, llegué a contar en la nevera «Mi tienda», ocho platos
de natilla, de diferentes colores y sabores, las íbamos consumiendo lentamente,
a medida que en un papelito escribíamos que deseábamos que nos trajera el niño
Dios.

El 16 de diciembre, nos dejaban
ir a las casas que quisiéramos a rezar las novenas y cantar villancicos, en
cada casa nos daban un dulce y nos prometían regalos, si íbamos a todas las novenas; los pesebres eran grandes, los niños los ayudábamos hacer y todos eran
diferentes, algunos tenían más imágenes, otros más musgo, chamizos y helechos, siempre
ocupaban la sala de la casa, el 1er día todo estaba
bien puesto, nos ingeniábamos para hacer casitas, ríos y montañas, poner patos en el
agua, ovejas encima del musgo, etc..;
pasados algunos días las imágenes estaban
caídas y el musgo marchito, las mascotas de las casas habían hecho de las suyas, amanecían durmiendo encima del musgo, los regañábamos pero ellos
no hacían caso y se paseaban por todo el pesebre como buenos anfitriones.

Al llegar el 24 corríamos de casa
en casa, recibiendo regalos, nos daban muñecas de trapo, vasos de plástico,
pelotas, flautas, alcancías; en otras juegos como jazz, domino, rompecabezas;
en otras nos daban medias; en cada casa se
esmeraban por darnos a todos, por último íbamos a la iglesia, allí cada uno
recibía un paquete, rasgábamos el papel desesperados por saber que había
dentro, para algunos eran zapatos, para otros camisetas, vestidos o medias,
según nuestras tallas y género;
felices
íbamos a mostrar todo lo que recogíamos a nuestros padres;
pasadas las 10 de la noche nos mandaban a
costar
para que el niño Dios llegará,
recuerdo a mi hermano diciendo,
-“Uno de nosotros tiene que vigilar para ver
quién es el niño Dios”, nos turnábamos pero nuestros padres se la pillaban y
hasta que todos no estuviéramos bien dormidos no colocaban los regalos encima
de la almohada;
despertar era todo un
asombro, casi al unísono despertábamos a destapar regalos, reíamos nerviosos,
solo se oía “mira”, “mira”,
lo que me
trajo el niño Dios; nuestros padres, al lado se sentían orgullosos, jugaban con
nosotros;
luego salíamos a la calle a mostrarle a los
amigos, todos con los regalos en la calle, compartiendo, triciclos, carros de
llantas y les colocábamos cabuya para arrastrarlos, muñecas con pelo, era un
orgullo llevar la peinilla y peinarlas, ollitas,
estufas, platicos,… las uníamos y hacíamos
toda una cocina, hasta que se nos ocurría hacer comitiva, cada uno aportaba
algo, los más grandes cortaba en trocitos lo que iba llegando, entre naranjas,
bananos, panes, dulces, arroz cocido que alguno se le ocurría traer de la casa, aguapanela, etc…así pasaban nuestros días en la carrera 11.

Al llegar el fin de año, día en qué nos
colocábamos la ropa que nos había traído el niño Dios. Pero esta fecha no era
tan emocionante y muchos no esperamos a ver quemar el muñeco que con los más
grandecitos habíamos ayudado hacer, con ropa vieja, aserrín, pólvora y
zapatos viejos.

Pasan los días, en medio de risas,
juegos, nada de sueños; en la tienda, repasamos con mi papá, las matemáticas, multiplicando y sumando, arroz, fríjoles, papas, y otros artículos que pedían en las remesas; todos los
sábados de mercado; hasta febrero cuando comenzábamos de nuevo en la escuela, y fue allí a
los 8 años cuando me contaron
quién era
el niño Dios, sentí pena, un por qué tenía que ser ellos, mi ser se ofusco,
aluciné por un instante, pero cómo le contaría a mis hermanos, a los amigos,
callaría y le diría a mis padres, no recuerdo qué hice con esa información.

Creo que no importó, porque el deseo de
entrar a estudiar al
INEM, ocupaba toda mi atención, hice todas las vueltas pero en el listado mi
nombre no apareció, regresé e insistí, hasta que lo logré, y fue allí en
clase de ciencias cuando conocí el aparato reproductor y cómo el cuerpo se
trasformaba y la inocencia de la niña que jugaba en la calle con niños se fue
borrando hasta que me descubrí mirando un chico.

Sin embargo esperábamos la
navidad nos reuníamos cómo siempre, jugamos con bombas llenas de agua, ya
dejamos los triciclos, los niños escogieron sus balones y el fútbol lleno el
barrio, las niñas dejamos las muñecas y nos sentábamos en el
andén hablar de chicos y contar los cambios
que íbamos sintiendo en nuestro cuerpo; un día nos escondimos para vernos el
cuerpo; nos pillaron y como era pecado, nos hicieron confesar y nos prohibieron
volver hablar de eso.

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