EL PÁNICO QUE TE PARALIZA

EL PÁNICO QUE TE PARALIZA

Es de noche y un hombre se protege de la lluvia bajo una marquesina. Al encender un cigarro se le ilumina el rostro y no repara en la mujer con chubasquero negro que pasa junto a él.

La mujer le ha visto la cara y acelera el paso. Se llama Lixue. Entra en su portal e intenta cerrar la puerta tras ella, pero es inútil, lleva años atascada. Sube corriendo a su piso y se quita el chubasquero. Las piernas le flojean. Está temblando.

Se lleva las manos al pecho. Es como si se ahogase. ¡Es él! ¡Es él! Es el cerdo que la quiso violar con un escalpelo en el cuello.

-Si abres la boca te rajo, ¿me has oído?

Ella asintió aterrorizada. Solo cuando el hombre soltó el escalpelo para desnudarla, a ella se le escapó el grito

El hombre es Cabot y observa la tienda de enfrente. Ha venido hasta aquí para matar al dueño. Por su culpa lo metieron en la trena. Estaba a punto de violar a aquella zorrita, cuando un tubo de hierro le golpeó la cabeza. Fue un chino. El grito de la joven lo había alertado. Cabot no se lo esperaba. Había soltado el arma unos segundos para desnudarla y fueron suficientes para que a ella se le escapase un grito.

Un grito de miedo pidiendo ayuda. Pero, ¿por qué vino el chino en su auxilio?

Además de los años de cárcel, aún sufre migrañas por el traumatismo craneoencefálico, pero ahora el chino tendrá su merecido.

No tiene prisa, pronto dejará de llover y será más fácil moverse.

Es una calle deprimente. A su derecha hay un pub mugriento. Una mierda asquerosa, pero tampoco sus clientes valen gran cosa. Más abajo hay un solar lleno de las basuras que arrojan los vecinos. En todos estos barrios es lo mismo. La basura se acumula, primero por capas y capas, y más tarde se convierte en una amalgama que acabará cubriéndolo todo. Es lo que hay.

Dónde el cierre metálico, a punto de caer, había un taller. Allí trabajaba Cabot. Ahora dos niñatos se cuelan por la puerta destrozada. Se inyectarán alguna porquería, pero ¿a quién puede importarle? A estas alturas de sus vidas, todo les da igual.

A un lado y otro de la calle, la misma indigencia. Edificios destartalados a punto de venirse abajo, con fachadas desconchadas. Portales sin luz. Meados. Detritus. Ratas. Cucarachas y piojos a mansalva. La miseria de un suburbio miserable. No lejos de allí, el cristal y el aluminio de los rascacielos reflejan la lluvia.

Lixue no ha encendido la luz. Desde su ventana observa la calle. Cuatro chicas entran en la tienda. Pedirán alcohol. Todas piden alcohol y su padre se lo vende y si no lo hace él, lo hará otro.

Parece que llueve menos. Cabot sigue bajo la marquesina, mientras Lixue no le quita ojo.

No cabe duda, es el mismo que la quiso violar. ¿A qué habrá venido?

Aún siente escalofríos cuando recuerda lo sucedido.

Estaba paralizada. Porque lo primero es el pánico. El pánico que te paraliza, que te bloquea, que te deja sin aliento. El pánico ante el rostro obsceno y repulsivo de tu atacante. Y el brillo hipnótico del escalpelo.

Y luego, ¿cómo pude hacerlo, Dios mío? la reacción. Porque tenía que hacer algo. Tenía que resistirse. Debía esperar su momento. Y el momento llegó.

El hombre se desnudó de cintura para abajo trabajosamente, sin soltar el arma y la urgía a ella a hacer lo mismo. Estaba ansioso, fuera de sí. La amenazó, pero los dedos torpes de ella no eran capaces de desabrochar su ropa.

Y él, ya no podía esperar más. Dejó su arma y ese fue el momento: Lixue gritó. Un grito de miedo. Un grito de socorro.

Y después, todo se precipitó. Voces. Gritos y más gritos. Carreras.

Encogida en si misma, vió como un hierro lo golpeaba y el hombre caía mostrando su sexo fláccido y repulsivo.

Mientras esperaban a la policía, ella miraba el brillo hipnótico del escalpelo tirado sobre la tierra. Nadie vió como lo cogía y lo guardaba entre sus ropas. Nunca dijo nada a nadie y acabó abandonado en un cajón.

Parecía que ya estaba todo olvidado, pero aquel hombre ha vuelto. Desde su casa puede ver como enciende otro cigarro. Pasa un coche. Una mujer camina encorvada tirando de un perro. Deja de llover. El hombre tira el cigarro lejos de sí. Ella lo sigue observando. El hombre mira a derecha e izquierda y cruza la calle. Entonces Lixue tiene un presentimiento. Ahora comprende.

Corre a la cómoda. Mete la mano en el último cajón y busca con los dedos. Allí está. Aprieta el escalpelo en su mano. No puede perder el tiempo. Tengo que darme prisa. Joder, ¿dónde he dejado los zapatos? Baja descalza, dando traspiés. Corre sin saber donde pisa. Haber si me voy a caer.

Al llegar a la tienda contiene la respiración. Oye ruido de lucha y jadeos. ¿Habré llegado tarde?

Junto al mueble de la bebidas hay dos hombres sobre el suelo. Mientras Cabot le aprieta el cuello, el chino bracea.

Lixue mira la escena. Inmóvil.

Porque lo primero es el pánico, el pánico que te paraliza, que te bloquea.

El chino boquea, sin aire.

¡Papá! -exclama Lixue, angustiada.

Cabot se vuelve a mirarla sin soltar su presa y entonces Lixue se mueve como un rayo.

Cabot mira sorprendido el brillo hipnótico del escalpelo cuando penetra en su corazón. Con la segunda cuchillada sabe que es el fin, que todo se ha acabado, y poco a poco sus manos sultan el cuello del chino, mientras a él, se le va la vida.

Jesús Oliveira Díaz Playa San Juan, febrero del 2019

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