¡A manejar se dijo!

¡A manejar se dijo!

Gustavo Aguirre G

02/03/2019

Medellín es conocida como la ciudad de la “Eterna Primavera”, pero también como “La capital de la Montaña”, está ubicada en un valle, donde la mayoría de los barrios se levantan en las laderas de sus montañas.

Mi esposa y yo decidimos comprar un automóvil nuevo y mecánico, ninguno de los dos sabía conducir, había que sacar la licencia. Mi señora tomó primero las clases, se arriesgó, y tan pronto recibió la licencia empezó a manejar.

Imagen 1. La ciudad, tomada de Pixabay

Yo también tomé las clases. Para mi fortuna, mi instructora era una joven muy relajada, tranquila, muy chic. Hablaba de las normas de conducción, de lo correcto y lo indebido, además, contaba de manera desparpajada sus anécdotas personales. A veces, llevaba consigo un pequeño perrito, blanco, peludito.

No te angusties si el de atrás empieza a pitar y no puedes arrancar, fresco, concéntrate en lo tuyo y mira al frente.

—Si el de atrás tiene mucho afán que te rebase, si no puede, entonces que pase por encima. El que pega por detrás, siempre paga —decía entre risas.

Presenté los exámenes, saqué la licencia, por pánico la dejé guardada en la billetera: fui el copiloto de mi esposa por mucho tiempo; pasaban los meses, mientras tanto, yo postergaba y postergaba.

Siempre que lo pienso, me da vergüenza con ella. Una tarde, fuimos a una fiesta en las afueras de la ciudad, mi esposa empezaba el noveno mes de embarazo, llegó la noche, ella estaba cansada para manejar, entonces una amiga se ofreció a llevarnos en nuestro auto, su novio nos seguiría en su carro. Así lo hicimos.

En la ruta me preguntó:

Pinsky, ¿tú ya hiciste el curso de conducción?

Sí, hasta tiene la licencia —contestó mi esposa.

Él es buen conductor, solo que no se tiene confianza—le dijo.

Pinsky, tú me conoces, yo soy muy tranquila, con mucho gusto nos vamos a practicar, yo te acompaño —dijo Gris, mi amiga.

—¿En serio? —preguntamos con cara de asombro.

Gris, sonrió y dijo —Sí, claro que sí. Salgo del trabajo y paso por tu casa.

Yo entre tanto, tragaba saliva —De esta no me salvo —pensé.

Gris, pero tu trabajo, tus compromisos… —le dije, tratando de persuadirla.

No te preocupes, yo me organizo, no tengo ningún problema, es con mucho gusto. Es más, empezamos las prácticas este lunes.

No tenía escapatoria: o aprendía a conducir, o aprendía.

Así fue, Gris llegó el lunes y empezamos la práctica por toda la avenida 80, una vía plana prácticamente. Así transcurrieron varias noches, ella siempre llamaba antes de ir para constatar que estaba esperándola. Una noche llamó, yo estaba como desanimado con la manejada y le dije:

—Sabes, tengo mucho trabajo y lo traje para la casa. Lamentablemente hoy no podré practicar.

A la media hora, Gris se apareció en la urbanización como si nada, no me creyó la disculpa; nos fuimos a practicar, no fui capaz de decirle que yo era un “gallina”, que me moría del susto.

Creo que la última práctica con ella fue arrancar el auto en una pendiente. Pero adonde me llevó no era una pendiente, era una pared, es una calle por el barrio Calazans. Empieza con una leve inclinación, tomas una curva y de repente aparece otra curva serpenteada inmensa, con mucha pendiente, volteaba una curva y seguía otra más inclinada, interminable, parecía que llegaría al cielo. En la subida, frenamos y arrancamos varias veces, «clutch» o embrague y primera ¡qué sufrimiento! Al coronar la cumbre, yo suspiré profundamente ¡por fin! Luego giramos… ¿ahora? A devolvernos, a bajar. Claro, yo sudaba, temblaba. Metí el cambio y no soltaba el pedal del freno, “En segunda es mejor”, descendimos, no sé cómo, pero bajamos y llegamos a una explanada, entonces solté una bocanada de aire, creo que recé y hasta me relajé.

Mira, por allí queda el apartamento de Nacho, demos la vuelta y te muestro —me dijo.

Ya con un poco de más confianza, seguí sus indicaciones, pasamos por el apartamento en mención, dimos un par de giros y de repente estábamos otra vez al frente de la bendita falda.

Dale Pinsky, tú puedes —me dijo Gris sonriendo pícaramente.

No ¿otra vez? No me merezco este suplicio, “please” no —alcancé a balbucear, creo que estaba pálido.

Volvió a sonreír, me animó, me invitó con un gesto a continuar, yo sudaba, ya estaba entregado al dolor, simplemente obedecí. Volvimos a subir la cuesta.

Un par de semanas después, un viernes, teníamos cita con el ginecólogo, fuimos en taxi, pues mi esposa ya no podía manejar por su estado de gravidez. El médico la revisó y nos dijo que debíamos hospitalizarla, había llegado la hora del parto. Yo me sorprendí, me puse muy nervioso y a la vez muy feliz. Mi señora tranquilamente me dijo:

De paso hacia la clínica vamos a la casa, allá está todo lo que necesitamos para llevar. Nos da tiempo.

Así lo hicimos. En la casa estaba mi suegra, tomamos el ajuar y los bolsos, solo faltaba salir.

Voy a llamar un taxi —dije inquieto y algo acelerado.

No te preocupes, yo confío en ti —me dijo mirándome a los ojos.

Yo también la miré, desconcertado, no le comprendía.

Disculpa, no te entiendo, qué quieres decir.

Estoy segura que en este momento tú nos cuidaras, a nuestra hija, a mi mamá y a mí.

Saca el auto y llévanos a la clínica— me dijo dulcemente y con total certeza.

En ese momento me llené de aplomo y valentía, entendí que tenía que guardar la calma. Las llevé a la clínica sin ningún percance. En la noche, nació mi hija y al lunes las regresé a casa. Era febrero del 2000.

De ahí en adelante y por muchos días, sudé la gota fría, me angustié, hasta “menté la madre”, pero me atreví a conducir. Agradezco a estas damas que me guiaron, me motivaron, y que con carácter me pusieron a marchar, mejor dicho ¡a rodar!

FIN.

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