Fui enviado a aquella ciudad repleta de maldad para acabar con la guerra. Luego de tantos años de lucha, un 20 de agosto de 1998, arrodillado y cansado en medio de una de sus calles llenas de cadáveres, escombros, lágrimas y confusión; la nostalgia me hizo entender que había logrado erradicarla. Mi trabajo en aquel sitio ya había acabado y debía regresar a mi verdadero hogar. Sin embargo, tantos golpes me dejaron exhausto al punto de debilitar mi espíritu y con él los poderes que me habían otorgado al nacer, las alas que me habían ayudado a volar por tantos años ya no se desplegaban, no tenían fuerza suficiente para hacerlo. Realmente necesitaba encontrar la manera de recuperar la magia que me pertenecía y que me había ayudado a ganar la guerra, pero no sabía qué hacer. Por ende, estaba obligado a introducirme en la sociedad como un ser humano y convivir en este lugar hasta que encontrara una cura que me devolviera todo lo que había perdido, lo cual no debía extenderse mucho, porque sin mis poderes, en un mundo diferente al mío, estaba condenado a la extinción.

En medio de mi nueva vida, un día conocí a un chico bastante particular, algo misterioso, de hecho, nunca había conocido a nadie como él. Lo vi sentado en una esquina de aquella ciudad que, desde hace un año, hasta ese momento, no me parecía nada interesante, pues se encontraba repleta de desesperanza. Apenas habíamos coincidido algunas veces, pero cuando vi sus ojos inmediatamente algo tenía claro, capturó mi atención en solo una mirada. Sin embargo, al verlo tan aislado, en automático me vi en la necesidad de mantener la distancia.

Daba toda la apariencia de chico malo, frío y poco amigable, algo solitario por elección y con síntomas de haber sido herido y estar completamente molesto con todos. Pero no lo suficiente como para dejar de ser querido por quienes lo rodeaban y no digo quienes lo conocen porque honestamente no creo que sea tan fácil de dejarse conocer, ya que muy rara vez conversa, sin embargo, debo reconocer que, cuando esa milagrosa conversación surge de sí y corro con la suerte de observarlo gesticular mientras habla, de verle sonreír un instante mas, resulta un adorable chico frío.

La vida seguía transcurriendo y verlo cada día en aquella esquina, tan solitario, ya se había vuelto mi rutina favorita. Incluso, ya había olvidado el propósito que tenía en el triste pueblo de Dejona y la razón por la que me había quedado. Las pocas veces que lograba mirarlo de cerca eran suficientes para calmar las ansias de mi cerebro que simplemente no dejaba de pensarlo. Sin embargo, aunque lograba verlo en la distancia, sentía que una parte de mi organismo se iba a descontrolar peligrosamente si centraba mi mirada en sus ojos. Todavía no lograba descifrar que era lo que sentía por él. Se sentía como algo diferente, o quizá sí lo sabía pero tenía miedo de admitirlo porque no había vivido antes algo similar y suponía que era muy peligroso enamorarse de un mortal.

Una noche, como cualquier otra, me encontraba recorriendo las calles oscuras y solitarias de la plaza central que aguardaba en el interior de su centro todos los cadáveres de las inocentes víctimas de la guerra. El lugar estaba lleno de flores de todos los tipos y velas con aromas espectaculares que se combinaban entre sí para deleitar los sentidos de quiénes se acercaran al sitio, a parte, en un muro alto se encontraba una pared llena de mensajes de amor de familiares, amigos y conocidos de los difuntos. Aunque a muchos les aterraba, no podría decir que existía un lugar mas bonito en la ciudad que ese, realmente me encantaba.

Sinceramente no sabía es que esa noche (en aquellas calles tan especiales para mí), sería una de esas en las que no esperas nada de la vida pero obtienes mucho. Estaba tan concentrado en mi mundo que no me di cuenta que él estaba sentado en una banca de la plaza, bajo un pequeño farol que lo iluminaba -¿cómo lo reconocí?- ¿alguna vez han visto un atardecer en una pradera después de un día lluvioso? Tal cual. La misma paz, la misma belleza, la misma cantidad de colores y matices surgían de sí. Fue un momento tan ideal que podía sentir lo hipnotizado que estaba, su aura colorida me atraía mucho y no podía detenerme. En ese momento sentí que mis piernas dejaron de estar inmóviles y comenzaron a actuar, me fui acercando lentamente hasta él y cuando estaba allí solo un pensamiento emergía de mi cerebro: -háblale, háblale- y así lo hice. Sí, le dije -hola, ¿puedo sentarme?- digo, «hola» es una palabra tan común que no debería impactarme, pero cuando él moduló esa palabra tan corriente, de inmediato la percibí como la melodía mas hermosa que en toda mi vida había escuchado, y supe entonces que sus labios eran el único instrumento capaz de transformar una simple frase en una verdadera obra de arte.

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