Calle Cantarranas

Calle Cantarranas

Lara Vesga

11/03/2019

Es domingo.

Lo sé por el bullicio de gente en la puerta de la iglesia, después de misa. El revuelo de campanas. El arrastrar de los zapatos de los más viejos en su salida de la parroquia. El tono grave del cura charlando con unos y con otros. Los chillidos de los niños. Las reprimendas de las madres. Los perros ladrando molestos por el gentío.

Los días de labor suenan distinto. La gente habla lo justo, afanado cada cual en sus tareas. Rugen los motores de los tractores. El único perro que ladra es el del pastor, a lo lejos, mientras organiza el rebaño. Los niños no abren la boca. El maestro solo les permite abrir los ojos y los oídos, para ver y escuchar. Así es como se aprende, dice. Hablar es cosa para el que ya sabe.

Pero hoy es el séptimo día de la semana, el que se hizo para descansar.

No hay prisa.

Arrancamos y vamos recorriendo despacio las calles del pueblo donde nací hace ya muchos años.

Describirlas con los ojos cerrados es sencillo para mí. Las conozco como la palma de mi mano. Sus recovecos, sus casas, sus huertas, sus patios, sus fuentes, sus árboles. Doblamos la esquina donde me descalabré persiguiendo a unos gatos siendo solo un niño. Miles de veces he pasado por ahí desde entonces y todas ellas me he acordado de ese día, de ese momento. Casi todos los lugares llevan enganchados recuerdos invisibles de quien allí estuvo y lo que allí vivió.

Por ejemplo la fuente que acabamos de dejar atrás.

Quizá ni siquiera habías reparado en ella.

No te preocupes, puedes echar un vistazo otra vez, si quieres. Pero ten cuidado, porque vamos cuesta abajo y este suelo es traicionero.

¿Ya?

Pues has podido comprobar que es una fuente normal, nada del otro mundo. Y sin embargo allí es donde mis padres, mientras llenaban unos cántaros de agua, se sentaron a charlar y decidieron casarse. Mi madre siempre contaba aquella historia. Así que para ti y para muchos puede ser una simple fuente. Para mí es el lugar donde se empezó a gestar mi vida.

Pero volvamos cuesta abajo. A la calle donde precisamente nací. La Calle Cantarranas. El barrio de las marranas, decía mi abuela, para que mis hermanos y yo nos partiéramos el pecho de la risa. Me llega el olor de los guisos de mis vecinas que se escapa por las ventanas abiertas de par en par. Debe hacer buen día. Imagino también la mirada blanquecina de los más viejos apostados en las puertas de sus casas, sin más quehaceres ya que tomar el sol por las mañanas y el fresco por las tardes. Con las fuerzas justas para santiguarse con las manos de dedos sarmentosos y seguir esperando.

Alguno aprovecha para quejarse otra vez al alcalde por los socavones de la vía. Cualquier día tenemos un disgusto, dice. En realidad nunca ha pasado nada, ni creo que pase. Nos conocemos tanto las calles que hasta tenemos interiorizados los baches, los salientes, entrantes. El primer accidente seguramente ocurra cuando a alguien le dé por arreglar todo aquello.

Pasamos por delante de mi casa y giramos a la derecha.

El sonido del río nos acompaña ahora. Las hojas de los árboles, mecidas por el viento, susurran algo que no alcanzo a entender. Me entretengo recordando quién es el habitante de cada casa. Allí Amancio, en esa Andrea, seguido vive su hermano Sixto y justo enfrente la viuda de Esteban.

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Y en ese pajar…

Me sale la sonrisa de medio lado sin poder evitarlo.

Menudos achuchones nos dábamos en ese pajar, cuando andábamos de novios Adelita y yo.

Que sí, si ya lo sé. Sé que tú solo ves cuatro piedras, paja y mierda.

Pero no tienes ni idea de lo feliz que fui yo en esas ruinas.

Por cierto, ahora toca ir cuesta arriba, pero ya es el último esfuerzo.

Las montañas, los ciervos, las jornadas de trabajo en esas fincas, las sudadas bajo el sol en verano, el frío helador en invierno, el camino de cabras donde enseñé a conducir a mi hijo, la puerta de un viejo almacén donde mi abuelo dejó pintadas sus iniciales.

Llegamos, y el viejo nogal inclina sus ramas a modo de saludo o de despedida, no sabría decir cuál de las dos cosas.

Las conversaciones de la gente se van apagando mientras a lo lejos vuelven a sonar las campanas de la iglesia.

El primer montón de tierra me cae encima. Pero aún soy capaz de escuchar una bandada de pájaros.

La tierra cae y se va compactando.

Antes de la última palada, oigo a alguien llorar bajito.

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