Luisa Peroles, la muerte del machismo.

Luisa Peroles, la muerte del machismo.

BRAGI

25/02/2019

Lo recuerdo perfectamente, es más nunca lo olvidaré. Le dije a Luisa Peroles: -Yo Javier Prieto, el filósofo de profesión, admito que tú tienes la respuesta a mi predicamento, siendo de paso prueba viviente de mi único «teorema filosófico»… Y, aunque sólo una vez te lo diré, hoy no es el día Luisa, pues ese instante lo buscarás tú, dando de paso la solución al nudo de tu niñez.

Aunque, ahora que lo pienso, Luisa nunca fue capaz de hablar plenamente de su infancia. -Es… Tal vez, la suma de los resentimientos de todo humano. Los adultos y sus inicuas preocupaciones, el fuego del capitalismo quemando las neuronas y la envidia natural por querer volver a ser niños, para tomar en serio los juegos más elementales, que sin querer se transformaron en apariencias sociales-. Así, palabras más palabras menos, me lo comentó Luisa en el café Monte-adentro de la Calle Real de Pamplona, esa tarde. Que pena con la bonita, pues poca atención le presté a tan sabias apreciaciones, toda vez que en lo más profundo de mi bulbo olfatorio nacía y se bautizaba un aroma a flujo vaginal extremo. Deduje que había acabado de estar con alguien diferente a su esposo, lo peor, un sujeto conocido. Nunca le dije nada al respecto, pero sentía que ella intuía que mis corpúsculos nasales rastreaban su infidelidad, y de paso descifraba con su mirada mi obvia rabia por no ser ese fortuito y tenebroso amante, leyendo en un parpadeo mi temor por poseerla, cual hembra en celo, como mi juguete favorito y prestarla a otros niños, para luego pelearla y después perdonar como un buen chico a los demás párvulos abusivos.

-Javier, mi padre siempre se escondía en el ático con la muchacha del servicio doméstico, hasta ahora viene la imagen después de tanto tiempo-. Aquella tarde del martes fue lo último comentado por Luisa Peroles, lo hizo de manera pausada, apretando los labios, estrangulando las palabras. Yo ni siquiera le dí la importancia requerida. Mi deber hubiera sido la cortesía, demorar los sorbos de café, ser más entusiasta a colaborar, actuar, fingir como psicólogo novato interés por su puto drama, intentar llegar a un llanto mutuo y decirle que quería ser su amante al menos por una vez, abogar compasión porque ella en el fondo lo intuía, que no me hiciera sufrir, que mi olfato y mi bajo vientre estaban conectados por el hervor macho de mi sangre y mi virilidad existencialista. ¡Pero no! me desembaracé del asunto sacando la excusa de la clase de ética, aludiendo que sería un buen ejemplo de la misma llegar temprano, para que los futuros remedos de filósofos, siguieran el ejemplo. ¡Imbécil! faltaban dos eternas horas para hablar la basura de siempre.

Esa noche, mi clase fue escatológica, toda una tortura medieval. No se me quitaba el aroma íntimo de mi amiga, lo sentía flotar en el ambiente, en mi ropa, en mi mano cogiendo el marcador, hasta en mi aliento e irónicamente fue una de mis mejores cátedras. No es secreto, la Diosa de la sabiduría ama ese tipo de juegos y el Dios del destino le ofrenda, el filósofo adecuado para tal sacrificio.

Salí a las ocho de la noche de la facultad, alabado y felicitado por mi rebaño, pero sin la sensación etérea adecuada. Nadie imaginaba el hechizo guarecido en mi piel desde las cuatro de la tarde. En fin. Llegué a mi apartamento, jugué con Queen y su hueso prefabricado, luego preparé mi mejor pasta y aún el alma odiosa de mi amada seguía posesionada de mi olfato y de mi enardecido miembro. No pude más, sin cenar me dejé caer en la cama, listo para la humillación de tener 35 años y todavía con la necesidad de entregarme a un placer solitario. Vaya descaro. Estaba a punto de engrudar con saliva la punta de mi pecado original, para simular el delicado fluido de Luisa Peroles, pero… Ese juego no era fácil, la sabiduría y el destino trajeron nítido a mi cerebro otro insidioso recuerdo: «El padre de mi amiguita, había muerto en extrañas circunstancias en el ático de su casa. Presuntamente limpiando una de sus armas se voló los genitales y se desangró al arrastrarse, en su esfuerzo por pedir ayuda. Y la criada Carmenza, figuró como presunta responsable, hasta que tres días después encontraron su cuerpo flotando en el río Pamplonita». Eso me lo contó el mismísimo cornudo esposo de Luisita, el renombrado y millonario doctor ginecólogo William Osorio, hace dos meses.

Muerto el carnal deseo por ese macabro impacto, brotaron preguntas e hipótesis por doquier, pues mi mente se transformó en un laboratorio saturado de posibilidades. Hasta que en un momento me dije a mi mismo frente al espejo de la habitación: – Javier Guillermo Prieto, perverso filósofo, malogrador de masturbaciones y cafés, que tiene que ver todo esto con las ganas de poseer en la cama a Luisa Peroles. ¡Nada! El juego y el día habían terminado, comí pasta y dormí con mi mascota como un iluminado. Solamente despertando sudoroso a las cuatro y treinta de la madrugada, para anotar en mi agenda mi sueño número trece de la siguiente forma: «En la iglesia del Señor del Humilladero, Luisa ya convertida en la mujer-sensualidad de siempre y yo en mi forma de adolescente imberbe, nos estábamos casando desnudos y precisamente, oficiaba la ceremonia el Decano Martínez vestido de Obispo». Entonces lo supe al igual que en las otras doce ocasiones, el PhD en Hermenéutica Juan Pablo Martínez, era el último amante de mi adorado tormento. No pudo leer ni mucho menos interpretar los renglones de la pasión y como todos los anteriores fue sacrificado al Dios del amor, con la complicidad de la Diosa de la Sabiduría y el Dios del Destino.

Luisa es mi teorema filosófico. Y es el error del genio y filósofo Michael Foucault, pues nunca escribió nada sobre las asesinas seriales, ni mucho menos interpretó que la muerte tiene nombre de mujer.

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