Mi calle es de tierra y lleva un nombre que casi nadie conoce, Avda. INTENDENTE MAYOL, en un barrio de Minas que para el Municipio es “urbano” pero que parece casi del medio del campo.

Aunque la transitan algunos autos de vez en cuando y una moto a diario, quienes más pasean por ella son las ovejas de mi vecina. También la cruzan algunas vacas, terneros y cabras, propiedad de ella o de algún otro que vive un poco más lejos. Son pocas las personas que caminan por sus escasas cuadras, empolvando el calzado con su esencia.

La lluvia labra en mi calle surcos profundos, cual arrugas en un rostro envejecido, que provocan grandes charcos de agua casi imposibles de transitar en épocas de diluvios. En realidad, mi calle siempre fue así, con su invariable aspecto que no ha alcanzado aún las ventajas del progreso urbano. Lo que sí cambió fue su alma.

Cuando mi hijo era pequeño vivían varios niños en el barrio y mi calle se llenaba de juegos y risas. El verano era la estación propicia para disfrutar de ella. Liberados de las obligaciones escolares, los chicos se reunían cada tardecita frente a nuestra casa, en plena calle, a jugar a la pelota a paleta. Y yo me sumaba gustosa a esas competencias amistosas, para conformar los equipos.

¡Cuántas veces la pequeña pelota salía disparada hacia una cuneta o un matorral! ¡Cuántas veces el valiente que se animaba a ir a buscarla terminaba con pinchazos en sus piernas, producto del roce con algún yuyo espinoso disimulado entre la abundante y alta maleza! Eso era motivo de risas y de comentarios jocosos que culminaban casi siempre en otro pelotazo mal disparado y una nueva búsqueda entre los pastizales.

Si alguna tormenta de verano del día anterior había llenado las cunetas de agua, la odisea era tratar de sacar la pelota sin mojarse. Pero fueron incontables las ocasiones en que alguien terminó con las zapatillas ensopadas por resbalarse del borde y acabar hundido en el agua cristalina y fresca.

Mi calle de tierra, sin tránsito que interrumpiera, era el lugar obligado de los encuentros vespertinos de los niños en vacaciones. No sólo para juegos: también para ensayos. Recuerdo aquellas dos oportunidades cuando los niños participaron de un desfile de Carnaval en el vecino Parque de Vacaciones UTE-ANTEL. ¡Cuánta emoción sentían!

La primera vez fue casi de improviso. La idea surgió en la misma tarde, horas antes del comienzo del evento. A alguien se le ocurrió ir a ver el desfile todos juntos, acompañados por algunos padres, y a otro le surgió la idea de asistir disfrazados. En pocos minutos cada cual corrió a su casa a revolver entre la ropa vieja o los accesorios y joyas de las madres, para regresar, entusiasmados, y culminar desfilando ante una propuesta de los organizadores al verlos.

Esa primera incursión en el Carnaval del Parque fue tan inesperada que no hubo tiempo de preparar nada más. Al año siguiente fue diferente. Nos llegó la invitación “oficial” para participar, con muchos días de anticipación, y dos madres nos pusimos a trabajar para jerarquizar la presentación de nuestros hijos.

Pocha cosió un estandarte que yo pinté, no recuerdo bien con qué nombre, y un padre lo armó con las maderas apropiadas para que uno de los niños lo pudiera llevar. Los preparativos de los disfraces fueron más cuidadosos y se incluyeron algunos instrumentos musicales de juguete, para llevar el ritmo del paso al compás de la precaria música infantil.

Los ensayos fueron varios, siempre de tardecita, cuando el calor menguaba y se podía marchar por mi calle, eternamente carente de sombra. Los niños disfrutaban y las madres tratábamos de dirigirlos y enseñarles a no desentonar en un cántico creado especialmente para esa ocasión. Y cuando alguien se equivocaba, volvía a llenarse de risas mi calle.

Ya no es así. Los niños crecieron y se fueron. Era imposible continuar viviendo aquí cuando llegaba la época de educación secundaria. No había turnos de ómnibus adecuados y las familias tenían que mudarse para Minas.

Ahora viven mucho más familias, pero para otro lado del barrio. Frente a mi casa, mi calle se ha convertido en silenciosa, taciturna, muy poco transitada. Tal vez en su memoria estén guardados los recuerdos de aquellos niños, aquellos juegos, aquellas risas, aquella alegría infantil que seguramente ella añora tanto como yo. Quizás solloce en silencio y acaso, por eso, sólo encuentre algo de consuelo en los trinos de los pájaros que cada mañana se posan en los hilos del alumbrado eléctrico que la bordean, y que son hoy en día el único sonoro saludo que recibe su alma de tierra.

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