Me prometió que si besábamos mutuamente nuestros sexos, el amor sería para siempre.
El amor que sentía por él me volvió desinhibida, díscola y atrevida y en un rincón del antiguo balcón colonial de la casa donde vivía con mis padres y, solo vestida con la insinuante bata de satén del impudor, le ofrecí por primera vez mi sexo para que lo besara sin que mis mejillas se colorearan de vergüenza, ni mis ojos se explayaran de espanto.
Creía tanto en él que muchas noches antes de nuestro matrimonio, le entregaba mi blanco triángulo para que lo besara porque no quería despreciar la desconocida sensación de la tierna y amorosa caricia que me dejaba flotando en la penumbra rosa que entraba por el balcón. Creía en la tonta promesa de que viviríamos un hermoso amor eterno, solo comparable con los surrealistas de Romeo y Julieta y Tristán e Isolda. Siempre había soñado con los ingenuos amores de leyenda.
¡Pagué caro mi fantasía! Como no me pareció insensata la propuesta, no se dispararon las alarmas para prevenirme con un alerta, alerta, estás en peligro y te vas a equivocar porque ese no es el hombre para ti; me relajé y esa noche y muchas otras más, me perdía en la inmensidad del placer.
¿Quién previene a una mujer enamorada para que corra velozmente y evada el peligro de un mentiroso que finge compartir con ella las mismas ilusiones? ¿Quién le enseña a una mujer a desconfiar de los brillantes colores del amor? ¿Quién me podría decir que años más tarde a él se le esfumaría el amor con la misma velocidad que yo le entregué mi sexo para que lo besara?
La intuición, la percepción, la conciencia y la inteligencia me abandonaron y solo pensaba en entregarme a la deliciosa sensación que recorrería mi cuerpo. Me dejé llevar con los ojos bien abiertos para no perderme del ritual cuando, arrodillado ante mí, amorosamente levantara la falda y, con mano temblorosa,apartara las bragas para estampar un ósculo santo en los labios de la vagina de la que, en pocos días, sería su esposa.
Esta húmeda caricia me produjo vértigo y la misma conmoción como si en ese instante me hubiese poseído. Embriagó sus labios quizá imaginando beber la tibieza del champán de una noche de fiesta. Mi sexo, que apenas florecía , comenzó a palpitar y me dejé arrastrar hasta ese instante en que el mundo se detiene.
El beso fue tan fugaz como el amor que nos unió. ¿Acaso fue esto una premonición o un mensaje que no supo descifrar mi mente irracional invadida por un momento de placer?
¡Qué difícil es entender estas cosas!
¡Qué difícil es conjugar al mismo tiempo la pasión y la razón!
Creo que fui víctima de la tragedia de las sensaciones. Me dejé llevar por la animalidad que todos llevamos dentro y pagué con el precio de la equivocación que tanto me ha marcado, aunque yo me repita mil veces que no.
A pesar del beso vaginal de esa noche, no sucumbí ante la empalagosa caricia y conservé intacta la virginidad hasta el día del matrimonio. Aunque la castidad ya me pesaba como un bulto después de la húmeda y embriagadora experiencia, en mi cabeza retumbaban los consejos de mamá de que debía conservar intacta mi “flor púrpura” para entregar sin arrugas ni pétalos marchitos, a un hombre que me garantizara el aprecio de tan valiosa ofrenda y me hiciera ver estrellas de felicidad por el resto de mis días.
¡Pobre mamá, fue desvirgada legalmente a los catorce por el hombre que la llevó al altar y la hizo desgraciada por más de cincuenta años!
Esta patética y perversa costumbre medieval heredada de mi madre por sus antepasadas, cercenó las sensaciones del sexo femenino para complacer una costumbre social y sentir a nivel familiar, el santo orgullo de tener hijas “señoritas” que no traspasaran los límites de las caricias, más allá de una inocente agarrada de manos.
No le perdono a mamá el haber sometido mi vagina a un cruel sacrificio, cuando yo en lo más profundo de mis deseos, lo que quería era acostarme con mi novio sin necesidad de casarme antes, pero me castraron la sexualidad con absurdas normas.
¡Vaya precio que pagué por haber nacido en la época equivocada!
El día del primer beso, la noche nos cobijada con la penumbra de una luz amarillenta y mortecina que llegaba de la calle, mientras en el fondo de la casa se escuchaba el barullo de los preparativos de la boda que en muy pocos días se festejaría.
Me liberé de hipócritas costumbres y con arrogante desfachatez, procedí a cumplir con el ritual de la promesa. Ahora era mi turno. .No recuerdo exactamente cómo hicimos para decidir a quién iniciaba primero. A lo mejor el sacó una moneda y tiramos cara y sello y a mí me tocó de última. Jamás mis inocentes ojos de dieciocho años habían tenido la oportunidad de ver algo parecido. Mi sexo se despertó y tomé entre mis inocentes pero atrevidas manos,su erecto falo para besar y cumplir la audaz propuesta. Un placer fulminante recorrió mi cuerpo. Alcé mis ojos para mirarlo a la cara, y él apenas suspiraba con ternura.
Sentí un ruido de pasos que se acercaban: era mi madre. Presurosa, suspendí el ritual y quedé como castrada. Otra premonición que años más tarde, cuando ya no había nada que hacer, pude interpretar.
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