Desde que su padre, el físico más reconocido de Harvard había fallecido hace más o menos un año, Leila dedicaba sus mañanas a caminar hasta su escuela, apreciando cada partícula del ser universal. Su madre trabajaba como enfermera en el turno nocturno en el Massachusetts General Hospital así que casi no la veía pues sus horarios se cruzaban.

Dormía en la ex biblioteca del padre, la cual había adecuado como habitación. Entre libros célebres pasaba la mayoría de su tiempo, soñando despierta. Hoy Leila cumplía 16 años. Como un día cualquiera, despertó a las cuatro de la mañana y después de observar un poco las estrellas de luz que tenía pegadas en el techo de su cuarto, entro al baño. Pero hoy, algo extraño sucedió. Casi hipnotizada por su imagen en el espejo, Leila se observó atentamente por más o menos 20 minutos. Miraba su pelo negro, largo y ondulado, sus ojos grandes y negros, casi inexpresivos. Miraba su baja estatura, sus manos delicadas y sus uñas mal pintadas. Miraba sus pecas y el grano pequeño que le había salido en el entrecejo. Tomó las gafas de recuadro grande que se encontraban en el lavamanos, se las puso, y sin ducharse, salió del baño. Se puso el primer par de jeans de mamá que encontró, una camisa de cuello tortuga de rayas y sus tenis blancos favoritos.

Salió de casa con su maleta de la escuela. Llevaba en ella un cuaderno viejo con la portada de una iglesia donde dibujaba partes del cuerpo. También cargaba consigo el libro que su papá le había dejado antes de morir, “La historia del tiempo”, de Stephen Hawking. El dia que se lo entregó, su padre lo ocultaba debajo de la almohada en el hospital y minutos antes de ser desconectado le dijo a ella que se acercara y sacara algo debajo de la almohada. Ella sacó el libro y él le susurró “resuelve el misterio”, las cuales fueron sus últimas palabras en la tierra.

Tomó el lado contrario al que usualmente toma para ir a la escuela, entrando al parque natural de camperos. Entró por una entrada oculta que da directo al bosque de pinos y enseguida se arrepintió de no llevar consigo un abrigo. Caminó por una hora entre el bosque sin expresión facial alguna. Pensó en la carta que dejó en su mesa de noche y en sus implicaciones. Pensó en su madre. Pensó en su hermana. Pensó en su ex novio, el único amigo que tenia. Se detuvo. Se recostó. Oía cerca el vacío por donde transitan los trenes comerciales. Abrió los ojos esperando ver las nubes pero notó como las ramas de los árboles disipaban sus deseos. Quería ver más allá, quería encontrar el sol pero las ramas eran muy grandes como para poder creer allí y en ese momento, que hubiese tal cosa como un sol.

Empezaba a sentir el hambre en sus entrañas pero estaba muy distraída mirando las partículas energéticas que flotaban en el aire. Millones de puntos blancos fueron apareciendo poco a poco y fue deseando cada vez más ser parte de ellos. Pensó en su padre y en las veces que lo vió correr por toda la casa gritando “Joder”.

“Joder”, escuchaba Leila, y enseguida sabía que su padre había hecho algún hallazgo científico. Corría a observar por el hueco de la chapa de la oficina como su padre escribía con gran rapidez desde su escritorio y hacía llamadas extrañas. Oía palabras como “sistema cuántico”, “velocidad” e “identidad del tiempo y del espacio” y cada vez tenía más curiosidad por saber qué significaban.

Escuchó como se aproximaba un tren por el riel, se puso de pie y se dirigió hacia el ruido. No avistaba bien el camino por el fogaje matutino pero se guiaba por el sonido. Pensó de nuevo en su padre, recordando cómo luchó toda su vida por hallar una respuesta a una pregunta que nunca supo formular. En voz alta recordaba lo que decía la carta en su escritorio:

“No espero que entiendan algo que no se hizo para entender.
No espero tampoco que se compadezcan
si no saben con profundidad qué es padecer.
Hay un breve momento en el tiempo en el que notamos
que la física no es suficiente para resolver los misterios.
Entonces caemos en la vasta profundidad de la existencia,
en aquello que concierne a la naturaleza última de la realidad.
Caemos en el pozo de la desesperación,
el temido agujero negro que se traga al ingenioso.

Ese engorroso agujero me engulle hoy a mi.
Y de todos los tipos de sufrir tal vez este sea el más peligroso,
Pues cada vez que trato de huir de él caigo más en su cárcel.
Me hundo entre estrellas y siento como se me va la respiracion.
Me encuentro en el océano oscuro de Kant,
un océano sin orilla ni fondo.
Me encuentro en el restaurante de Pirsig,
con un menú lleno y una cocina vacía.

Dicen que en la vida sobreviven los mas fuertes,
ero para mi sobreviven los más ignorantes;
Entre menos sabemos más podemos.
Cegarnos es vital para resistir.
No pensar, meditar, pretender que el mundo no es real,
querer callar a la fuerza todas las preguntas que nos atormentan.
Los fantasmas recurrentes carcomen la razón.
entre más te acercas, mas lejos te sientes.
Aclaremos una cosa, no le tienes miedo a la oscuridad,
le tienes miedo a lo que puede haber bajo la oscuridad.
Tienes miedo del poder ilimitado de tu mente;
su capacidad espantosa para torcer la realidad en tu peor pesadilla.

Que hay antes del antes?
Que hay despues del despues?
Solamente una podría responder.
Tal vez la respuesta yace en afrontar.
Tal vez el misterio solo se resuelve cuando sea parte del misterio.
Es verdad que el gato murió por su curiosidad.
Es verdad que la verdad no existe en vida.

No espero que entiendan algo que no se hizo para entender.
No espero tampoco que se compadezcan
si no saben con profundidad qué es padecer.
Solo espero consideren esto como mi más grande trascender.”

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