Fue pura casualidad que comenzara una nueva canción en mi lista de reproducción al bajar de la línea “7 San Lorenzo”. Estoy a la altura del teleférico de una ciudad ubicada al norte, de un país ubicado al sur, de un planeta tercero, de un sistema solar ubicado en la mismísima nada.
Miro a mis zapatillas rojas mientras recorro la avenida San Martín, voy a encontrarme con un compromiso de trabajo, tedio que ha pasado a un segundo plano en estos momentos…
Porque la música es dulce y devastadora. Se entremezcla como un montaje rítmico entre divagaciones y memorias transparentes y difusas. Algunas de mi pertenencia, otras no tanto.
Y al mirar al costado me veo al lado de una persona amada, dándole de comer pochoclos con miel a los patos al borde de un lago con islas artificiales. Y aprecio la sencillez de apoyarme en su hombro a escuchar anécdotas de amores pasados.
Historias de cómo una joven criada del interior y sin muchas pretensiones se asentó en la capital. De cómo conoció casualmente al amor de su vida, de cómo no compartió con él su vida. De cómo encontró después un amor estable y sereno, ese que viene después de una tormenta.
Con él se sentó en los banquitos de los alrededores de esta misma avenida. Compartieron anillos y esperanzas, quemaduras y dolores. Sin él se sentó a tratar de comprender su muerte repentina. Ella sigue creyendo que le hicieron un gualicho, una especie de venganza devenida de malas intenciones y un par de velas. De su unión surgió una persona, y por esa persona yo existo.
La música sigue avanzando y un dos tres, un dos tres, vals al ritmo de mis pasos. Las hojas hacen un efecto de máscara al sol. Solo algunas zonas claras se ven en el suelo.
La feria ya no está más. Solía haber un amplio pasillo de ofertas llamativas. Yo amaba los muebles de muñecas y sus accesorios. Ahora sonrío inconscientemente cuando de vez en cuando encuentro algún artesano de ollitas de barro o instrumentos de percusión de viento (Como quenas, con una brillante capa de barniz). Vendedores de masitas con dulce de leche, empanadillas de cayote y nueces adornadas. Hay un potencial de explotación turística en esas pequeñeces, pero me alegro de que no desaparecieran.
El señor de los pochoclos sigue donde estaba, eso me consuela. Él no me reconoce ya, simplemente debo medir mucho más de lo que medía en esa época, tomada de la mano de mi abuela que me advertía de lo feliz de los momentos de la niñez, de lo insensato de mis deseos de crecer.
Me percato de que yo misma fui recogiendo mis propias anécdotas para contar a alguien amado en un futuro. Como esas vergonzosas iniciales escritas en el tercer árbol a la derecha. O la primera vez que me nació abrazar a una persona vulnerable. Caminar en los pequeños bordes sobresalidos, saltar como si se tratara de una aventura extrema.
Creo firmemente que las cosas que aquí pasaron siguen ocurriendo, tal vez en otra dimensión, en una realidad paralela. Se reiteran en un dos tres, un dos tres, pasos de vals.
Mientras me resbalo lentamente me doy cuenta que reduje la velocidad de mis pasos, yo que suelo caminar siempre rápido, escapando de quien sabe qué. Supongo que cuando uno disfruta de algo, se niega a las posibilidades de que termine. De repente estoy tan agradecida de ver los colores, para mirar esos altos árboles verdes y el contraste con el celeste de fondo. Qué arrogante era al esperar algo más de la vida. Cuando la vida me daba todo.
Un par de millones de pies han rozado esta calle. Mis manos en los bolsillos, los caminos, los vestidos, los destinos cruzados en un par de miradas. Unas cuantas esquivas concentradas en su celular. Todo eso se volverá a repetir. Una y otra vez. Un dos tres.
Fue pura casualidad que terminara la música cuando terminó esta calle. Que hermosa coincidencia, como una alarma, para volver a mis compromisos habituales.
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