El miedo, palpitante y real, atravesó un pedazo de mi vida como si nada, como si no importaran los nombres en la acera, ni las marcas de amor adolescente en lo viejos troncos de la avenida carcomida por los años, el abandono y el comunismo. Diecisiete minutos duró el paso del tornado, una eternidad de sensaciones, un mundo de lamentos sordos, diecisiete minutos fueron suficientes para ver el rostro desesperado del que sin nada ya, lo había perdido todo.
Los muros del pasado, enmohecidos, viejos y apuntalados, albergaban nuestros sueños a la luz de un farol que emula con el imaginario de Caronte en la laguna Estigia, con toda la carga emocional que semejante comparación puede admitir.
Nuestra calle no siempre tuvo un rostros de muerte, hubo un tiempo, por allá por donde nos nos es permitido recordar, en que la luz ocupaba el espacio del óxido y había más negocios familiares que ratas en los latones, al menos eso dice mi abuelo Matías cuando le hablan del pasado. A mi se me forma un lío entre lo que dice el viejo y lo que me tratan de enseñar en la escuela. Desde que recuerdo, el hueco de la esquina, infecto de aguas negras, es refugio de especies no descritas por la ciencia. Allí, a la sombra de un poste de madera carcomida, se amontona por semanas la basura, creando una especie de barrera fétida que nos obliga a buscar alternativas para sortear semejante maleficio. Las casas, de antiguo porte, evidencian el paso de los años con una crueldad típica de lugares azotados por la guerra, los techos se chorrean incluso luego de terminada la lluvia, las grietas en las paredes nos hace partícipes de la vida íntima de cada casa y la pintura de la fachada es el recuerdo penoso de algún color alegre. Esa es mi calle Siempreviva, no se porqué dice avenida porque no transita casi nadie, pero dice la negra Tomasa que los escombros de la esquina alojaron a uno de los salones de juego más importantes de los 50 y que allí donde ahora se amontonan los restos de autos de época y colectivos destruidos, hubo una estación que conectaba a la ciudad entera, suspira siempre Tomasa y se le ilumina el rostros cuando recuerda, mientras narra casi en poesía, aquellos tiempos que en la escuela me dicen que eran terribles, oscuros y sobre todo, mejorables.
Ahora se llevan a la negra Tomasa en una camilla, o al menos lo que quedó de ella, algunos segundos de esos diecisiete minutos fueron suficientes para tirar abajo la mitad de su antiguo palacete, las maderas que sostenían el portal no soportaron y con ellas se llevaron casi todo, incluida a mi negra querida. Aplastó su sillón de por las tardes, donde se abanicaba en los días ardientes, con ropajes de un blanco infinito y collares de muchos colores. Adiós mi negra querida, adiós a tus consejos cortos pero profundos.
Destrucción y muerte en diecisiete minutos, caos infinito, sirenas y luces que te ciegan a ratos. Ha cambiado la fachada de mi calle, han caído los balcones, las paredes y hay trastos de chatarra se han incrustados en los portales. Llanto y desesperación, rostros heridos, unos sangran, otros no pero están heridos. Se apagó el farol de Caronte, el único que quedaba en pie y al fin pudimos ver el fondo nauseabundo de la esquina de los malos olores. El desconcierto impera por la calle con una impunidad temeraria, policías, bomberos y ambulancias hacen un amasijo interminable de manos que rescatan e intentan proteger.
La mañana es desoladora, ahora se lo que puede sentir un sirio al que le bombardearon la calle de la noche a la mañana, la mirada perdida de mis vecinos contemplando el vacío es sencillamente demoledora, los abrazos no terminan y los que no hemos perdido tanto, porque todos perdimos esta noche, acogemos en nuestras casas a los que ya no tienen a donde ir, ni que decir.
De pronto se llena la calle, o lo que quedó de ella, de gente de todas partes, reconocidas o no, con camiones y agua embotellada o simplemente con una bolsa y algunas ropas usadas, no importa, la gente acude a ofrecer una mano, a brindar un consuelo, porque basta con ver aquella calle para sentir todas las penas del mundo. Siento tanto orgullo, en medio del dolor y la destrucción se ha plantado un grupo de artistas que ofrecen alimentos, un pequeño ha donado sus juguetes y sabemos todos lo que eso significa para un niño. Creo que aun hay suerte para mi pueblo, cuando veo esto siento que no lo hemos perdido todo, que podemos hacer más y ser mejores, que mi calle puede ser avenida con las manos de esa gente, de mi gente, con mis manos. De pronto, como en las películas de guerra, se posicionan los camiones del ejército y la policía, esa que anoche se batía con la lluvia y los riesgos para salvarnos, ahora desciende con uniformes asegurados y proceder marcial a retirar a todos los que ayudan, los que por simple latir de sensaciones humanas se han levantado y habiendo visto los diecisiete minutos de muerte, han buscado entre sus cosas, más o menos valiosas, para ofrecer al desesperado. En algunos minutos, entre la estupefacción y las tímidas protestas, desaparece todo lo genuino y se tiñe de verde olivo el lugar de los artistas y ahora la ayuda va en listados y la comida se organiza como en campamentos.
Ha llegado la noche, no está la luz de mi viejo Caronte, se apagó como tantas otras luces se apagaron en mi calle en medio siglo, ahora entiendo a mi negra Tomasa, no era el casino ni la estación lo que llenaban de luz mi calle Siempreviva, era otra clase de pensamiento, otro tipo de ser humano, menos abyecto y más humano. Ahora me voy, lamentando mucho este espectáculo, me voy a otros sitio menos oscuro en todo sentido.
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